Atajos peligrosos
ESPEJISMOS ·
Cada vez que un periodista muere en acto de servicio en el Tercer Mundo yo me acuerdo de Kevin CarterLos periodistas David Beriain y Roberto Fraile han sido asesinados esta semana en Burkina Faso mientras trabajaban en un documental sobre caza furtiva. Cada vez ... que un periodista muere en acto de servicio en el Tercer Mundo ante fuerzas encargadas de 'matar al mensajero' yo me acuerdo de Kevin Carter y tengo que contarle a alguien lo importante, lo importantísimo que es Kevin Carter para mí. Esta vez os ha tocado: Kevin Carter, que era un fotoperiodista sudafricano, ganador del Pulitzer de 1993 por la foto más terrible de la Historia (un buitre acechando a un niño sudanés desnutrido, acuérdate). Su foto me sacudió de adolescente y me obligó a politizarme. Su muerte, poco después, me hizo entender mucho del mundo que pisamos. Para empezar, que hay muchas maneras de 'matar al mensajero': la campaña que sufrió Carter, tras la publicación de su instantánea en el 'New York Times', por parte de medios de derecha que lo acusaban de ser «el segundo buitre de la foto», es una más. Perseguido, deprimido y en bancarrota, con graves trastornos psicológicos tras años de fotografía de guerra y la muerte de su mejor amigo (el también fotoreportero Ken Oosterbroek), Kevin Carter se quitó la vida unos meses después de recibir el mayor galardón del mundo del periodismo.
Ah, periodismo. Qué duda cabe que hay valentía, compromiso y épica en esta profesión, aunque también carroña. Pero informar de ello con objetividad es tan difícil como juzgar a un juez (o vigilar a un vigilante, decía Juvenal). En una escala entre ser Woodward y Bernstein, por un lado, y trabajar en el infame 'Völkischer Beobachter' (el periódico oficial de la Alemania nazi), por otro, hay infinitos grises, infinitos mártires, infinita valentía, infinita mansedumbre, infinito silencio, infinita verdad. Tan cierto es que una sociedad democrática no puede existir sin unos medios independientes y comprometidos con la veracidad y objetividad de la información, como que también los periodistas deben estar sujetos a escrutinio público y ningún bien le haría a la profesión esa pretendida invulnerabilidad.
Esta semana se ha publicado el Eurobarómetro, la macroencuesta anual con que la Comisión Europea toma el pulso a las actitudes y percepciones sociales del continente. Los resultados son demoledores para los medios de comunicación españoles: solo tres de cada diez ciudadanos muestran confianza en sus medios, y para el 85% la desinformación es un problema grave para el país. Es cierto que esa pérdida de confianza se ahonda en paralelo con el paulatino desprestigio del conjunto de nuestras instituciones, en un proceso que se remonta a principios de la década pasada, pero también que nuestro periodismo no se ha desmarcado del todo del problema para pasar a ser parte de la solución; o lo que es peor: que no hemos sabido contarlo con rigor.
Ni el problema es de ahora mismo ni afecta solo a España: el colapso financiero e inmobiliario de 2008 y la gestión austericida con que nuestros mandantes lo enfocaron sirvieron como gasolina para una serie de hogueras que Occidente creía controladas: la xenofobia, la extrema derecha y el nacionalismo se lavaron la cara para medrar en unas sociedades atemorizadas que les abrieron hueco, convirtiéndose en problemas de Estado y precipitando el derrumbamiento sistémico en que nos encontramos unos y otros. Sin embargo, envidio la forma en que otros países han encarado la amenaza, marcando claramente la línea entre la democracia y lo inaceptable, desde sus instituciones, sus partidos políticos y sus medios de comunicación. Un consenso europeo entre partidos a izquierda y derecha ha conseguido cerrar el acceso al poder estatal y regional a la ultraderecha en Francia, Países Bajos, Escandinavia o Alemania, y un cordón sanitario informativo conjuga la necesidad de dar a conocer las maniobras de los partidos ultra con la de no divulgar ideología totalitaria sin mostrarla como tal.
¿Y en España? La relativa novedad de Vox, la franquicia española de la extrema derecha global, hace más atractiva la cobertura sobre su discurso de odio, y no siempre nuestros medios saben resistirse a la tentación del 'clickbait'. Además, el trasvase de voto desde el Partido Popular causa que, para retener en todo momento el poder, este acepte coaligarse con los ultras y sus medios afines endulcen la operación. Por último (tal vez lo más grave), la derecha se ve tentada a adoptar posturas extremas e iliberales para garantizarse el voto ultra, quedando validada así no solo institucional e informativamente, sino también ideológicamente la ola de neofascismo. Atajos peligrosos, de los que suelen llevar de cabeza al acantilado.
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