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Apología de la barra del bar

ARTÍCULOS DE OCASIÓN ·

Esa visión de la vida urbana y humana que muestran los personajes y la atmósfera pintada por Hopper en 'Noctámbulos' es de la que debemos huir

Sábado, 23 de mayo 2020, 00:44

La barra del bar es el lugar donde exteriorizamos la alegría de vivir conviviendo unos con otros sin que las ideologías contrapuestas perturben nuestra relación y siempre hay algo que celebrar. Clausurando las barras o desvirtuándolas en su propia esencia distanciando a los usuarios, se crearía un desierto de insociabilidad. Cuando vemos una barra o restaurante vacíos, nos ponemos en guardia, porque es un síntoma inequívoco de que algo anda mal ahí. Si lo que va a nacer con el capullo este del coronavirus es la barra antivirus, será como lanzarle un torpedo a ese milagro de sociabilidad. Bien está potenciarla sanitariamente en sus condiciones higiénicas y cumplimiento de los requisitos antivíricos, pero sin desnaturalizar su esencia, ya que anularía los valores de convivencia y solidaridad que esa institución popular representa.

Una barra de bar de disciplina estricta reglada y con público reducido podrá ser menos contagiosa, pero no será una auténtica barra donde habite esa alegría de vivir con la espuma de la cerveza derramándose desde el borde del vaso; la marinera haciendo ejercicios circenses sobre la rosquilla; las almejas al vapor seleccionadas con los dedos en el humeante plato compartido. Si a la barra le quitamos la cercanía humana y vamos con mascarilla de uno en uno, eso no será una barra, sino un entierro. Si eso fuera así preferiría quedarme en mi casa, ya que en imposición de higiene, manos limpias y no tirar ni gota de agua al suelo, no hay virólogo alguno que gane a mi mujer.

Si naciera esa barra antivirus, resucitaríamos como profeta a Edward Hopper. Miedo da cuando ves la desolación y alienación de las barras y bares silentes americanos, con seres robotizados como autómatas apoyados en la barra, pintados precisamente después del ataque a Pearl Harbor. Ahí, en la frígida barra de un bar, quedó reflejado para siempre el gran miedo de entonces. Esa visión de la vida urbana y humana que muestran los personajes y la atmósfera pintada por Hopper en 'Noctámbulos' es de la que debemos huir, y alejándonos, recuperaremos la vitalidad y alegría de vivir de nuestras barras españolas, transmitidas de generación en generación.

En pocos años hemos perdido hábitos y cosas que han sido vitales secularmente para la cultura y arte de saber vivir de los españoles. A quien se reafirma como español, los esperpénticos y falsos progres lo llamarán facha. Según ellos, esa España no existe, por eso ya no somos españoles, sino autonómicos, que es una nueva especie humana de híbrido triste sin fuste, carente de referencias seculares. Yo mismo me estoy convirtiendo en un Peter Pan que vive perdido en este país que antes se llamaba España y ahora Nunca Jamás, gobernado hoy por el capitán Garfio y sus piratas.

Si ya no podemos ver desde la barra corridas de toros donde valerosamente se enfrenten las glorias del toreo, emocionándonos como antes hicieron Goya y Picasso; ni tampoco podemos escuchar en la máquina tocadiscos de los bares de carretera los sones de las coplas españolas porque ya no se llevan; ni a la Piquer con sus 'Ojos verdes', ni a Carlos Cano con su 'Chiclanera', ¿qué futuro nos espera? Y si cada vez que vaya a entrar en la barra de un bar, primero me paran en la puerta tomándome la temperatura, después me formulan un cuestionario epidemiológico y luego me colocan a dos metros del otro, ¿qué se me ha perdido a mí en esa jodida barra?

Las barras españolas debieran estar catalogadas casi como templos, porque responden a todo lo bueno a lo que aspira el ser humano. En ese dinámico espacio se escenifica la alegría de estar vivo; la convivencia con el amigo, o con el desconocido de al lado que acaba de invitarte; el espumeante vaso de cerveza; el jugo absorbido de la cabeza de la gamba, o el matrimonio, ese gran invento murciano para disfrute de la humanidad entera. Las barras murcianas desde que Raimundo el del Rincón le dio talla internacional a la suya se multiplicaron. Paco el Alias con sus 'bañaos' de bonito escabechado deslizando a gran velocidad vasos gigantescos de cerveza en una barra interminable, sin romper ninguno; el Secretario con sus mojamas, y tantas otras barras murcianas de maestros del marisco y el salazón.

Todas las barras del norte y el sur, desde uno a otro rincón, proclaman el nombre de España. Las espectaculares barras de pintxos vascos que despiertan la gula incontenible por beber y comer todo lo que allí ves; la generosidad de las barras granadinas, donde las tapas son gratuitas y solo pagas lo que bebes; los bares sevillanos con paredes de mosaicos y techos abarrotados de jamones formando un dosel que te envuelve en fragancias; frituras sabrosísimas de crujientes pescaítos de estero; los espetos de sardinas asadas en las playas malagueñas oreados con la brisa marinera; barras donde te pierdes entre vinos finos o manzanilla de Sanlúcar acompañados de cañaillas, cazón en adobo, ortiguillas de intenso sabor a mar y tortillitas de camarones.

De todo esto y más hay en las barras españolas, por eso las prefiero a los restaurantes y atiborro a mis invitados cuando vienen a Murcia llevándolos de barra en barra. En eso nos diferenciamos Lúculo y yo. Lúculo era muy rico y servidor pensionista. Iban paseando juntos por Roma Cicerón y Pompeyo, cuando se encontraron con el sibarita Lúculo, al que Cicerón dedicó su 'Académica' porque eran buenos amigos. Le pidió Cicerón a Lúculo que los invitara a cenar en su casa, rogándole que fuera sencilla. Lúculo organizó en el Salón Apolo –el mejor de los doce comedores de su mansión– una cena solo para tres, que costó la fortuna de 50.000 dracmas. Con una barra como las nuestras lo hubiera resuelto con poco dinero.

Eliot Ness derrotó al crimen organizado. Cuando quedó derogada la Ley Seca, lo primero que dijo fue: «Voy a tomarme un trago al bar de enfrente». Yo me voy corriendo a la barra del Café Bar Gran Vía donde celebro tertulia semanal con mis amigos Francisco Jarauta y Alejandro García. Ante un futuro tan incierto, decisiones como estas dos se agigantan como sublimes.

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