En una de las versiones del mito, Prometeo nos dio el fuego y la técnica para poder enfrentarnos con éxito a las fieras. Sin embargo, ... no bastó, la supervivencia y el progreso de nuestra especie sólo quedaron asegurados cuando Zeus nos concedió el instinto social, ese que hace posible la vida en común, la moderación y los acuerdos.
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Las ventajas de la cooperación para promover la convivencia y la prosperidad son, por tanto, conocidas desde hace mucho tiempo; pero eso parece irrelevante para nuestros políticos que, casi sin excepción, fomentan justo lo contrario: los bloques, el radicalismo y la intolerancia. Sólo tienen algo en común: no reconocer jamás la bondad de ninguna iniciativa del otro. Y eso pese a que las principales fuerzas de cada lado, y desde luego sus votantes, han defendido en el pasado posturas más moderadas y conciliadoras.
La política de bloques daña al progreso al menos por cinco vías. En primer lugar, la deslegitimación del adversario justifica cualquier decisión, aunque esté al borde –o más allá– de la legalidad. Si 'los otros' son tan nocivos, casi todo es aceptable para restarles poder. Dos ejemplos, la negativa a renovar el Consejo General del Poder Judicial y los nombramientos de personas de marcado perfil político en organismos que deben estar al margen de las mayorías de gobierno han deteriorado la calidad e independencia de las instituciones, aunque está más que demostrado que son muy importantes para crear bienestar.
Cuando se presenta al adversario como enemigo es implanteable legislar en materias que requieren mayorías reforzadas
En segundo lugar, el enfrentamiento sin cuartel dificulta la cooperación entre administraciones de distinto signo, imprescindible en materias en las que las competencias están repartidas. Es el caso, más allá de sus virtudes y defectos, de la reciente ley de vivienda o de la gestión de la pandemia, que se convirtieron en campos de confrontación política con independencia de su bondad: me opongo, ¿cuál es su propuesta?
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En tercer lugar, la polarización impide que las normas tengan vocación de perdurar, un problema grave porque una regulación estable es esencial para fomentar la inversión y para que las leyes dejen sentir su efecto. Tenemos ejemplos en el ámbito de la energía o en el de las continuas reformas educativas, que en algún caso ni llegaron a entrar en vigor. Comienza a ser habitual que la propuesta clave en las campañas electorales sea derogar lo que hicieron los otros. Muy constructivo.
En cuarto lugar, cuando se presenta al adversario como enemigo es implanteable legislar en materias que requieren mayorías reforzadas en el Congreso. Y eso, no porque sea indeseable cambiar normas que definen las reglas del juego de forma unilateral, sino porque el bloque mayoritario no cuenta normalmente con mayoría suficiente. Esto impide, por ejemplo, reformar la Constitución en lo que se refiere a la administración territorial del Estado, que tantas disfunciones crea, o replantear la financiación autonómica.
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En quinto lugar, esta situación agudiza sesgos indeseables en la política económica. Por un lado, dominan las medidas populares, a veces sensatas y otras no: al fin y al cabo, no hay que defenderlas ni argumentarlas, basta con que los otros se opongan para que se considere una buena idea. Por otro lado, el bloquismo hace más probable que queden en el cajón las políticas que tienen costes inmediatos, aunque a la larga sean positivas o simplemente necesarias. La demora de la reforma de la función pública, de la reforma fiscal o de la evaluación de las políticas públicas son sólo algunos ejemplos. Nunca queda mucho tiempo ni recursos para elevar el ínfimo gasto en investigación y desarrollo o para políticas que promuevan el crecimiento y no sólo la redistribución.
España, como todo el mundo, afronta un panorama marcado por el cambio climático, la emigración y el desafío demográfico, la cohesión social e intergeneracional de nuestras sociedades, las tensiones geopolíticas o la transformación digital con sus implicaciones sobre el trabajo, la desigualdad o la libertad. Quizá no sea el momento más difícil de la historia, pero suena a que es uno de los más complejos y difíciles. Y si el bloquismo no funciona para resolver los problemas de cada día, ¿cómo lo va a hacer con desafíos mucho más intrincados?
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No es una situación para afrontar con la mitad del Parlamento a un lado de una barrera y la otra mitad al otro, ni con posturas extremas e irreconciliables, ni con un gobierno que a priori cuente con la total desconfianza y descrédito de una parte importante de la población. Es un momento para desbloquear, para pactos entre las fuerzas moderadas que, con sus diferencias, comparten un proyecto de país, en singular, que comprenden la diversidad y complejidad del mundo actual y que saben que las soluciones a las nuevas realidades no se encuentran en el pasado. Bastan dos arrebatos de generosidad, la de unos, los que sean, para dejar que una mayoría minoritaria gobierne, y la de los otros, los que queden en el ejecutivo, para estar abiertos a acuerdos con esa oposición constructiva. Y ni siquiera así será fácil.
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