Hace unos pocos meses asistí a una corrida de toros. Quizás sea el primer espectáculo taurino desde el confinamiento y, tal vez, por esto, lo ... viví como un acontecimiento especial, aunque desde hace años siempre que voy a los toros llevo una extraña mezcla de entusiasmo y predisposición al fracaso. Sé que es una inmensa oportunidad de ver el milagro y a la vez soy consciente de que el milagro es casi imposible de ver.
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Debí de darme cuenta nada más llegar a la plaza, debí de percibir los signos del descuido y la sombra de la negligencia en la cantidad de espectadores que se agolpaban en las escaleras y pretendían llegar sin orden a los tendidos, porque nadie ordenaba aquel río caótico que no sabía bien si llevaba billetes de sombra, de sol, de barrera o de tendido. Solo intentaban abrirse paso, obstaculizar el discurrir ordenado de la tarde de toros (insisto en lo de orden porque es una virtud radicalmente taurina) y en los toros el orden resulta fundamental. Nadie parecía haber comprado la localidad en la que se había sentado al cabo, así que no cesaron de levantarse, moverse, interrumpir y molestar hasta que empezó la cosa y todos albergamos la esperanza de que la tarde iría enderezándose de un modo paulatino.
Detrás de nosotros, una madre había tenido la feliz idea de traer a toda su prole, que muy pronto, debido a su corta edad, daría muestras de un aburrimiento indecible y molesto y de una educación no muy esmerada.
Aunque en esto tampoco el público brilló en exceso. Los espectadores, lejos de acomodarse y esperar el transcurso de la lidia, no pararon ni un solo momento, dedicados por entero a un extraño ejercicio que consistía en subir y bajar por las escaleras de las gradas, cruzar de un sentido a otro, salir al aseo o vociferar sin cuento hasta que llegó la merienda y empezó el verdadero espectáculo, al que al parecer en realidad viene la mayoría, como si merendar cada uno en su casa no fuese lo más satisfactorio. Pero el trasiego no cesó en toda la tarde, ni los comentarios inoportunos y banales de los críos, los gritos desaforados de un respetable no tan respetable, que estaba perdiendo la paciencia por momentos. De hecho, hubo un momento en que pensé en aquello como en una puesta en escena de ciertos grupos antitaurinos, que igual se disfrazan de toros, con manchas oscuras de sangre, o gritan consignas violentas e insultantes.
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Pero lo peor vino cuando salieron los toros, con un peso medio de poco más de doscientos kilos, sin raza, sin clase, sin fuerza, ante los que los tres figurones del toreo actual, Morante, Roca Rey y Manzanares, parecían una terna excesiva y desproporcionada. Ya estaba claro a esas horas de la tarde que, a pesar de haber pagado por unas localidades de cemento en el sol, unos cincuenta euros, de soportar el bullicio constante de los que no habían encontrado acomodo ni lo encontrarían en toda la tarde, no alcanzaríamos la gloria de ver ni siquiera un asomo de faena. Los toros se caían, el público hervía en una plaza abarrotada y resignada, nuestros vecinos infantiles no paraban de comentar la jugada, aunque no supieran ni siquiera de qué iba aquel partido. Parecía que la ceremonia sagrada de la corrida se quedaría en una tentativa superficial, en un amago desagradable y malhumorado de liturgia taurina que deberíamos olvidar lo antes posible, aunque el público no siempre parecía verlo así, porque había pedido música ininterrumpidamente, a pesar de que la música es un premio a una faena, no un pasatiempo para entretener a los que se aburren por la mediocridad de lo que está sucediendo en el coso.
En ese momento pensé que los más destacados antitaurinos estaban haciendo de las suyas en aquella corrida y que para los que venían de lejos, había aficionados de Andalucía y de Castilla, lo que habían visto durante toda la tarde hubo de parecerles una parodia, un remedo insensato y caricaturesco de una verdadera tarde de toros. Estaba claro que no necesitábamos a los enemigos de la fiesta para acabar con ella porque nos bastábamos nosotros mismos con nuestra falta de afición y de estilo.
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