Se murió mi vecina Pepa. Pepa era una señora de las que le gustaba mostrar la buena posición en la que la había dejado su ... enamorado esposo al morir: un empresario que hizo dinero en los años de la construcción feroz. Era amable y encantadora, siempre envuelta (al primer frío) en orondos abrigos de visón o lomos de zorro y con más alhajas que el escaparate de una joyería. No tuvo hijos pero mantenía una relación cordial con sobrinos carnales y los postizos que le venían del marido mientras los estuvo invitando a comer y proporcionándoles 'aguilandos'. Ni unos ni otros volvieron cabeza por ella cuando la decrepitud y la enfermedad la llevaron a morir sola en un hospital, pero sí volvieron las manos ávidas de una herencia jugosa y llena de trofeos, para Pepa, que no para ellos, pues cada uno convierte en trofeo lo que considera importante en su vida.
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Algunos meses después, sin que nadie pudiese saber la procedencia de tan incívicos vecinos, los contenedores de la basura se vieron rodeados (ni siquiera tenían la decencia de meterlo dentro del contenedor o en bolsas de basura) de toda clase de objetos amontonados y piezas de ropa bordada: juegos de cama, manteles, tapetes de ganchillo... figuras de ébano, tablas impensables, lámparas de mesa... etc. Los vecinos andábamos indignados de la irresponsabilidad de los furtivos basureros que dejaban en la acera de los contenedores semejantes objetos con tanta alevosía y nocturnidad que ni la más 'vieja del visillo' de la calle podía pillarlos. Alguien avisó a la policía sin mucho éxito y todos comenzaron a mirarse con cierto recelo. Hasta que un día, en uno de esos montones de ropa pudimos reconocer un florido pañuelo de cuello que mi vecina Pepa se enfundaba, solo los domingos, bajo los visones cuando salía a tomar unas cervezas con sus amigas.
Los trofeos de mi vecina Pepa esparcidos por el suelo no salieron en la tele (como sí lo hicieron los de la popular presentadora del 'Un, dos, tres' televisivo, Mayra Gómez Kemp), imagino que como los de otras infinitas y anónimas pepas, cuyos objetos personales que han representado para ellas joyas queridísimas y trofeos de su vida, no les sobreviven a su muerte a no ser que puedan ser convertidos en dinero rápidamente.
Pensé en las estanterías de mi despacho, tan llenas de objetos tan representativos para mí, trofeos de mi corazón
Confieso que eso representó una sacudida de realidad para mi corazón: «Ningún camión de mudanzas va detrás de un cortejo fúnebre», se dice, pero pensé en las estanterías de mi despacho, tan llenas de objetos tan representativos para mí, trofeos de mi corazón, acumulados como joyas porque simbolizan, todos y cada uno de ellos, un logro en mi carrera profesional. Y pensé en todas las tardes en las que junto a mi madre hacemos excursión visual por los trofeos queridos que han pertenecido a la familia y en que mi madre me insiste en seguir cuidando el legado: «Este juego de porcelana de 'Tú y yo' era de mi bisabuela, la tapadera de la azucarera está desportillada, pero no se ve. Nunca lo he usado para que no se estropeara. Guárdalo con cuidado. Y este alfiletero de nácar lo trajo mi abuelo de Filipinas, y esta puntilla de bolillos la hizo mi madre y esto...». Acumulamos tesoros que tendremos que dejar sin ser muy conscientes de que al final acabarán en un irremediable olvido material, porque los verdaderos trofeos son aquellos que no se pueden cuantificar: el latido de los afectos, el inefable valor de las vivencias compartidas... Esos momentos, intangibles y delicados, se deslizan entre los dedos de la memoria y no se pueden embotellar ni convertir en herencia.
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En la vida, lo que verdaderamente poseemos es el tiempo y la experiencia; dos tesoros que, irónicamente, tampoco nos sobreviven para ser heredados (normalmente nadie aprende los golpes en cabeza ajena, y dueños del tiempo, a veces, no lo somos ni nosotros mismos), sino que quedan flotando en el eco de lo que fuimos.
Los trofeos materiales de mi vecina Pepa sabe Dios dónde acabarían, pero de lo que estoy segura es de que ella se llevó aquellas cosas que no se transforman en propiedad, sino en esencia, y que nos acompañan más allá de la despedida.
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