Tan silenciosas como necesarias

En la jerarquía de las profesiones visibles, pocas veces aparece el nombre de una mujer que limpia

Sábado, 20 de septiembre 2025, 07:15

La vuelta de vacaciones, o el inicio a la normalidad de no dejar para mañana lo que 'tienes' que hacer hoy: trabajo fuera de casa, ... orden, limpieza, plancha... nos obliga a buscar ayuda para que todo funcione: la casa limpia y todo en orden. Y para ello hay que recurrir a unas mujeres (por lo general son mujeres) que, como ángeles o duendecillos silenciosos pasan por nuestros hogares trasmutando suciedad en limpieza y orden.

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Poco o casi nada se habla de una de las profesiones más importantes y, a la vez, más ignoradas y peor reconocidas: la de limpiar. La de las limpiadoras. Esas figuras casi invisibles que vienen a casa hasta hacer de nuestros hogares un poco los suyos. Pero que también se mueven ágiles por los pasillos de las oficinas, las habitaciones de los hospitales, los aseos de los centros comerciales, los vestuarios de los gimnasios, etc. Esos ángeles sin alas —o con alas hechas de escoba, trapo y cubo— que nos limpian el mundo mientras los demás seguimos andando, casi siempre sin mirar.

En la jerarquía de las profesiones visibles, pocas veces aparece el nombre de una mujer que limpia. Pero sin ellas el engranaje se detendría. Veríamos las oficinas con las mesas llenas de huellas, los cristales sucios y las papeleras a rebosar. En los hospitales, el olor a lejía que a veces molesta sería reemplazado por el olor dulzón y enfermizo que comienza a enrarecer el ambiente poco antes de que ellas pasen. Y los colegios serían un caos de galletas pisoteadas y papeles.

Detrás de cada superficie limpia hay una historia, un cuerpo que se cansa, unas manos que se agrietan y una dignidad no siempre reconocida

Silenciosas, invisibles, tan poco valoradas y a la vez tan necesarias, ahí están ellas. A veces de madrugada, antes de que la ciudad despierte. Otras, a la caída de la tarde, cuando los edificios se vacían. Caminan con paso firme, aunque el trabajo pese. Saben exactamente cómo dejar un suelo impecable, cómo quitar una mancha rebelde, cómo mantener el equilibrio entre el desorden del mundo y la esperanza del orden.

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La sociedad les ha puesto un manto de invisibilidad encima. Como si limpiar fuera una acción natural que simplemente ocurre, como si la suciedad desapareciera sola. Pero no: detrás de cada superficie limpia hay una historia, un cuerpo que se cansa, unas manos que se agrietan y una dignidad que no siempre es reconocida.

Muchas veces son mujeres migrantes, madres solteras, mujeres mayores que ya han criado hijos y que siguen adelante porque no les queda otra. Su jornada no empieza cuando cogen el carrito de la limpieza; empezó mucho antes, preparando desayunos, dejando niños en el colegio.

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Suelo tener la costumbre ―cuando entro a un baño público en el que justo hay una limpiadora― de pararme frente a ella, mirarla a los ojos y darle las gracias por su trabajo, y les aseguro que la sorpresa ―tanto de ellas como de quienes entran y salen sin mirar, no solo a las limpiadoras, sino a cualquier otra mujer que esté allí― daría para escribir un libro de anécdotas: «¿Es usted la jefa?, ¿me conoce de algo?, ¿tiene que ver algo con la empresa?, ¿hay una cámara oculta?»

¿De verdad? ¿En serio hemos llegado a un punto en el que mostrar un poco de amabilidad y reconocimiento por el trabajo de un ser humano es motivo de recelo? Aunque detrás de ello siempre hay una mirada de gratitud.

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A ver, que tengo amigas que cuando lean esto me van a decir: «Petarda, mucho homenaje a las limpiadoras, pero hablas poco de las que vienen a casa y te limpian también joyas, dinero y cuanto de valor pueden mangarte. O de las que te dejan plantada en el peor momento, sistemáticamente, sin un aviso y sin responder a cuarenta llamadas que les hagas». Y es que, claro, resulta obvio que de todo hay en la viña del Señor. Pero hoy no hablamos de ladronas ni de informales con menos palabra que un pez. Hoy hablamos de esas mujeres que han pasado por tantos lugares, casas y vidas (como los ángeles que ordenan mi paraíso particular), tan silenciosas y necesarias. Y que estas palabras, las cuales quizás ellas no lean, sirvan como homenaje silencioso a su labor.

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