La alcaldesa de Jumilla pidió hace unos días al delegado del Gobierno, Francisco Lucas, «que deje a Jumilla en paz, que aquí estamos con absoluta ... normalidad y convivencia», en respuesta a que este pretende denunciar ante la Abogacía del Estado la moción aprobada por el Ayuntamiento que modifica el reglamento de las instalaciones deportivas que habla de destinar estas solo a uso deportivo y no llevar a cabo en ellas actos políticos o religiosos. Cosa que, en su momento, fue tergiversada, manipulada y lanzada como arma arrojadiza contra una mujer que, nos guste más o menos su color político, merece, al menos, respeto. No se trata de estar de acuerdo o en desacuerdo con ella, sino de reconocer la dificultad del cargo y la necesidad de que existan voces femeninas firmes en el liderazgo público. Duele comprobar cómo, cuando arrecian las críticas, apenas se alza alguna voz solidaria para defenderlas, especialmente desde quienes se llenan la boca hablando de igualdad y de feminismo. Tuvo que tomar decisiones en circunstancias complejas; por ello, fue juzgada con una dureza desmedida, teñida de prejuicio y de mezquindad. Decisión que fue también usada contra una tierra, Jumilla, que si algo la define es precisamente su capacidad de acoger. Aquí han encontrado techo y pan hombres y mujeres de todas partes. Hemos compartido trabajo, escuela, vecindad y amistad con quienes llegaron buscando un futuro mejor. Jamás se nos ha conocido por levantar muros, sino por tender la mano. Por tanto, no es permisible que se instrumentalice esa hospitalidad, que se use nuestra identidad común como arma arrojadiza en la lucha política. Y mucho más, cuando ya se apagaron los ecos de un enfrentamiento que, realmente, nunca existió.
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La noticia. No nos engañemos: no fue entre jumillanos y marroquíes, porque Jumilla ha demostrado ser, a lo largo de los años, un lugar acogedor, abierto y hospitalario. El verdadero choque fue entre dos visiones políticas enfrentadas, herederas de odios antiguos, de esas dos Españas que tanto costó superar a nuestros padres y a nuestra generación. Mientras tanto, en medio de esa pugna, nuestra tierra, nuestro nombre, fueron proyectados hacia el mundo como si fuéramos un pueblo racista o intransigente. Nada más lejos de la verdad. Lo que debería haberse gestionado con serenidad y diálogo se convirtió en otra batalla para reabrir recelos y viejas heridas.
Aquí y ahora me permito recordar la célebre afirmación de Bertrand du Guesclin, el francés que ayudó al Trastámara en su pugna dinástica: «Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor». Yo tampoco pretendo decidir coronas ni levantar tronos, pero sí defender con claridad a quien, en este caso, ostenta legítimamente la responsabilidad de gobernar Jumilla. Y, desde luego, a sus gentes, porque, por si no se nota, soy jumillana.
Invito al señor Lucas a que venga a Jumilla, que comparta con nosotros nuestro pan y nuestro vino
No soy política, sino poeta, o al menos aprendiz de ello, y no recuerdo quién dijo «al igual que la política prescinde de la poesía, la poesía prescinde de la política». Puede que ―yo― prescinda de la política y hasta de ser políticamente correcta, pero jamás podría prescindir de alzar la voz con lealtad y amor por mi pueblo. Jumilla no merece el baldón de quedar en el mapa nacional como símbolo de enfrentamiento o xenofobia, porque no lo es.
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Permítanme traer a colación uno de mis poemas, perteneciente al poemario 'Miradas cómplices': «No importan mercaderes, felones,/ traidores o perjuros.../ No importan ferias, zacatines o barracas,/ tiendas, zocos, lonjas/ o mítines políticos/ donde intenten trapichear con la palabra./ Como el agua limpia y pura/ que brota de las peñas/ y busca su camino,/ brotará del poema, serena y transparente,/ buscando su destino,/ la Palabra».
Y, desde esa palabra 'pura', invito al señor Lucas a que venga a Jumilla, que recorra sus calles, que hable con sus gentes, que comparta con nosotros nuestro pan y ―sobre todo― nuestro vino, yo me ofrezco a hacerle de cicerone. Y si, después de transitar nuestras calles, compartir nuestro pan y probar nuestro vino, aún persiste en vernos como un pueblo intolerante, entonces el problema no será de Jumilla, sino de sus ojos. Porque aquí, quien llega, deja de ser extraño para convertirse en vecino.
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