Casi coincidiendo con la petición de ayuda de los bancos de alimentos, desabastecidos de provisiones de primera necesidad, salta a las pantallas televisivas un vídeo ( ... al parecer de los varios que existen al respecto) de una influencer sudamericana (personalmente, diría que el acento era colombiano, pero nunca podría asegurarlo), más bien influgilipollas, cuyo nombre eludo a propósito para evitarle cualesquiera posibilidades de publicidad, en el cual la paya se publicita en TikTok haciendo gala de lo sencillo que es visitar Cáritas y salir con la cesta llena de comida, sin tener que mover un dedo para trabajar y pagarla, así como de unos cuantos modelitos para salir el fin de semana de copas.
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Aparte de lo repugnante que me pareció su actitud, pensé en todo el daño que esos vídeos pueden hacer a quienes realmente necesitan de esa comida para subsistir y en los donantes que estuvieran viendo el mensaje.
Daba vergüenza la obscenidad, la banalidad con la que trataba la necesidad ajena. El hambre convertida en 'contenido' y la empatía en un gas que se esfuma en el aire.
Aparte de lo repugnante que me pareció su actitud, pensé en todo el daño que esos vídeos pueden hacer
Mientras la paya se graba enseñando sus tips para conseguir sin esfuerzo lo que otros no tienen ni con tres empleos precarios, uno piensa en los voluntarios de Cáritas, esa buena gente que se levanta temprano, sin estilismos ni filtros, a cargar cajas y a preguntar con delicadeza si hay niños en casa, si necesitan pañales, si mejor leche que arroz. Y en cómo de debe sentarles ver esas imágenes: como si a un paciente que lleva años esperando un riñón para un trasplante le pusieran delante a un youtuber celebrando que consiguió uno mintiendo y pasando por encima de otro más necesitado que él.
Y peor aún: los donantes. Ese señor que mete en el carro de la compra cuatro litros de aceite —que últimamente cuestan como si vinieran envasados en oro— para luego dejarlos en la caja de recogida. O esa abuela que compra dos paquetes de galletas 'para los niños de algún sitio'. Para ellos, ver la frivolidad de la influencer debe de ser como una bofetada: la sensación de que su esfuerzo, su solidaridad, su pequeño acto de resistencia al egoísmo, es objeto de burla y de postureo.
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Y, sin embargo, el problema no es ella en sí. Vivimos en la era en la que se confunde audiencia con inteligencia y la dignidad está en liquidación por cierre. Y lo peor es que lo hemos normalizado con resignación filosófica: «Es lo que hay». Como si «lo que hay» fuera una fuerza de la naturaleza, inevitable como la lluvia.
Pero no. «Lo que hay» lo hacemos nosotros, cada uno a su manera. Lo hacemos cuando donamos o cuando decidimos dejar de hacerlo porque un vídeo viral nos contaminó la percepción. Lo hacemos cuando compartimos contenidos sin pensar en el daño que pueden causar. Lo hacemos cuando aceptamos esa narrativa perversa que convierte la pobreza en un fallo del pobre y no en un fallo estructural del sistema.
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Y claro, luego vienen las consecuencias: el escepticismo del donante, el pudor del necesitado, la desconfianza generalizada. Es como derramar un bote de tinta en un vaso de agua: basta una gota para enturbiarlo todo. Es fácil destruir la confianza, difícil reconstruirla. Y, entre tanto, las estanterías de los bancos de alimentos siguen buscando llenarse.
Quizá lo que más me irrita es que, en el fondo, este tipo de vídeos deshumaniza dos veces: primero, al necesitado, reduciéndolo a una oportunidad de 'contenido'; segundo, al propio espectador, a quien le enseña a mirar la miseria con la misma ligereza con la que mira un baile de moda. Ese es el verdadero daño: la erosión profunda de la confianza. Que no se viraliza, pero sí se evapora.
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En la mesa de debate del programa donde se analizó la noticia, los periodistas le dieron hostias hasta en el carné. Y es que la solidaridad no es una tendencia ni la necesidad un vídeo de TikTok. Por suerte, al final no importa cuántas influtorpes haya en circulación; importa cuántas manos seguimos aportando —con discreción, sin cámaras, sin filtros— para sostener a quien lo necesita. Y eso, de momento, sigue sin ser motivo de burla, sino de esperanza.
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