Genialidad y estupidez

Si dejamos que el arte se convierta solo en un negocio, en un chiste o en una estupidez, habremos perdido algo invaluable

Sábado, 30 de noviembre 2024, 08:23

Epatá' estoy desde que, hace unos días (aunque parece que la cosa viene desde el 2019) me enteré de que el... señor Maurizio Cattelan (lo ... siento, pero no puedo llamarlo artista en este caso) pegó una banana con una cinta adhesiva a una pared y que, debidamente actualizada la fruta, ha sido vendida por la friolera de seis millones de 'dolores' a un emprendedor chino llamado Justin Sun. Y, la verdad, frente a estas excentricidades, estupideces, gilipolleces... y no sé cuántos sustantivos más, es inevitable preguntarse: ¿qué fue de los verdaderos artistas?, ¿qué pasó con aquellos que cincelaban mármol como si fuera carne, con los que derramaban su alma en cada trazo? Es imposible la comparación, porque el alma se desgarraría. Pensemos en Miguel Ángel, quien con sus manos transformó un bloque de mármol en el David, una obra tan sublime que parece viva. O en Bernini, capaz de capturar el éxtasis y el movimiento en el mármol con una precisión sobrehumana. Esos maestros, esos artistas, no solo trabajaban con una destreza que desafiaba los límites de lo posible, sino que su arte era un reflejo del espíritu humano, un testimonio eterno de nuestra capacidad para crear belleza.

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El contraste: una banana pegada a la pared con cinta gris parece mucho más que una burla. No hay técnica, no hay esfuerzo, no hay profundidad aparente. Y, sin embargo, ahí está: vendida por una suma que podría cambiar la vida de miles de personas. La situación no solo parece absurda, sino insultante, especialmente para quienes entienden el arte como un hijo de la inspiración que combina talento, sacrificio y pasión.

El problema, quizás, no está solo en quienes producen estas piezas, sino en quienes las validan. En el caso de la banana, lo que, supuestamente, el comprador adquirió no fue la banana, sino el concepto detrás de la obra. Y aquí tendríamos el quid de la cuestión: ¿puede una idea justificar tal precio?, ¿es el arte contemporáneo una forma legítima de expresión o simplemente una gran farsa?

Recuerdo mi primera visita al Guggenheim, hace algunos años. En una sala se encontraba una cama deshecha y un montón de ropa sucia en el suelo. ¡Manda huevos, Trillo! Desde aquel momento, dejé de considerar a mi hijo un desordenado para mirarlo con arrobo de madre de artista.

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Muchos defienden piezas como la que nos ocupa ―y a bastantes preocupa― argumentando que su valor reside en su capacidad para generar conversación ―y controversia, para cuestionar lo que entendemos como arte y para criticar el mercado mismo del arte. Sin embargo, ¿es efectiva esta crítica si, al final, el mismo sistema la aplaude y la convierte en un negocio millonario? La ironía es evidente. Y peor aún: ¿qué dice esto de nosotros como sociedad? ¿Nos hemos vuelto tan cínicos que somos incapaces de diferenciar entre el arte que alimenta el alma y el que simplemente busca provocar?

El arte contemporáneo, en su afán por romper moldes, parece haber olvidado una verdad fundamental: que es cierto que las formas de expresión evolucionan, pero hay una gran diferencia entre innovar y caer en la banalidad más incomprensible.

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Es triste pensar que, en un mundo lleno de talento, los focos estén puestos en estas polémicas obras mientras que artistas anónimos, capaces de esculpir, pintar o crear con una maestría inigualable, luchan por sobrevivir. ¿Qué diría Miguel Ángel si viera que una banana se vende más cara que cualquiera de sus esculturas en su tiempo? ¿Qué pensaría Van Gogh, quien murió pobre y olvidado, al ver el estado actual del mercado del arte?

El problema no es solo el arte, sino el sistema que lo rodea: un mercado impulsado por la especulación, el ego y la exclusividad. En este contexto, el valor de una obra no lo determina su belleza, su técnica o su capacidad para emocionar, sino su capacidad para sorprender, escandalizar o convertirse en un símbolo de estatus.

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No se trata de negar el derecho del arte contemporáneo a existir ni de aferrarse a las formas tradicionales, sino de recordar que, detrás de todo, el arte debería ser una celebración de lo mejor de nosotros: nuestra creatividad, nuestra humanidad, nuestra capacidad para transformar el mundo en algo más bello y significativo. Porque si dejamos que el arte se convierta solo en un negocio, en un chiste o en una estupidez, habremos perdido algo invaluable.

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