Hace unos días, se entregaron los Premios Feroz, unos galardones que otorga anualmente la Asociación de Informadores Cinematográficos de España para destacar lo mejor de ... la producción audiovisual española a lo largo del año. Y este año, como los anteriores, podrían haber pasado sin más pena ni gloria que la que el propio evento produce; pero... como quienes asisten a ellos, en muchas ocasiones, no solo son denominados 'estrellas', sino que están tan convencidos de que lo son que desarrollan un ego tal que si se despeñan desde él se matan... pues este año los susodichos premios han estado poblados de narcisos –tan ególatras como fatuos–, ofreciendo gratis un espectáculo, francamente, poco edificante.
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Les pongo en contexto. Estaban entrevistando a la actriz Candela Peña (Rosario Porto en la serie 'El caso Asunta'), cuando pasó, por detrás de ella, como una exhalación, Miguel Bernardeau, nominado al mejor actor de reparto por la serie 'Querer'; por lo visto, este chico anda como el Guadiana, con salidas y entradas con la cantante Aitana, y como, al parecer, no quería que le preguntaran nada sobre su vida privada, cruzó la alfombra roja como el huracán que estamos sufriendo estos días, con la mala suerte de que era el momento estelar de Candela Peña, a la que los reporteros dejaron con la palabra en la boca para perseguir al galán (que no les hizo ni puto caso). El cabreo de Candela solo podría compararse con la borrasca 'Herminia', esa que, sin compasión, nos azota.
Que sí, que tiene toda la razón Candela, que fue un feo muy feo el que le hicieron, pero si ella hubiese sabido contenerse, los que habrían quedado como unos auténticos cerdos habrían sido los reporteros, porque vale que los jilgueros canten muy bien, pero el sonido del bosque es más bello si cantan todos los pájaros. Pero el ego herido –¡Ay, Señor, los egos!– lo peligrosos que son... Pues eso, el ego, la vanidad, la rabia de sentirse postergada por el churubito, hicieron que Candela estallara y que solo reparáramos en los malos modales con los que reprochó a los reporteros su actuación.
Y es que este pequeño teatro de la vida que se monta cada año en los premios Feroz nos muestra que no importa cuán brillantes seamos, siempre existe un narciso interior dispuesto a mirarse en el primer charco de agua que encuentre, aunque ese charco sea la atención fugaz de una cámara o el efímero aplauso de un periodista. Porque, al final, ¿qué son estas ceremonias si no un reflejo moderno de los banquetes olímpicos? En ellos, como en el Olimpo, los dioses (o quienes se tienen por tales) pelean por la atención de las Musas, olvidando que, para el resto de los mortales, sus disputas no son más que un espectáculo distante, casi ridículo.
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Lo ocurrido entre Candela Peña y Miguel Bernardeau no es nuevo ni exclusivo del mundo del cine. Si algo nos enseña la mitología es que estos choques de egos son tan antiguos como el tiempo. ¿Acaso no fue Paris, el joven príncipe troyano, quien encendió la guerra más famosa de la antigüedad al otorgar la manzana de la discordia a Afrodita, despreciando a Hera y Atenea? La diferencia es que, en este caso, la manzana dorada fue la atención mediática, y el escenario no fue un juicio divino en el monte Ida, sino una alfombra roja con reporteros sedientos de titulares.
La reacción de Candela, por desmesurada que pudiera parecer, refleja una herida que todos hemos sentido alguna vez: la de ser ignorados cuando más creemos merecer el reconocimiento. Y es que el ego, ese pequeño dictador que todos llevamos dentro, es experto en inflar nuestra importancia. Al fin y al cabo, como bien escribió Shakespeare, «todos somos actores en el gran escenario del mundo», pero algunos olvidan que no siempre se nos otorga el papel principal. Y que la verdadera grandeza radica en compartir el protagonismo, no en acapararlo.
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Lo ocurrido con nuestros 'protas' nos demuestra que detrás de las cámaras, las luces y los trajes de gala, los dioses del Olimpo cinematográfico no son más que mortales, tan vulnerables y vanidosos como cualquiera de nosotros. Y quizá ahí reside su verdadera humanidad, con sus luces y sus sombras.
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