Clubs de lectura

Leer algo que no nos gusta, pero leerlo con otros, transforma el desagrado en descubrimiento

Hay quienes mantienen que la felicidad no tiene escritura, ni discurso, que no se narra, solo se goza, de ahí que los cuentos infantiles, siempre ... con un feliz final, terminen con la conocida frase de «fueron felices y comieron perdices». Es decir, la felicidad sucede como un relámpago, como un parpadeo largo, como una siesta en domingo. Otros, entre los que me encuentro y no es que pretenda fundar una corriente filosófica, aunque si se fundara tampoco me opondría, sostenemos con terquedad gozosa que pocas cosas producen tanta felicidad como sumergirse en un libro. Que puede que la felicidad no se compre, pero sí los libros, y eso, queridos lectores, es lo más parecido a la felicidad que el dinero puede financiar.

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Este mes finalizan los cursos académicos y con ello se inicia la migración estacional buscando lugares algo más fresquitos que las saunas hogareñas. Y con esos finales llegan también las pausas de los clubs de lectura, esos espacios de conversación, de acuerdos y desacuerdos literarios, que tanto bien hacen a quienes tenemos la suerte de formar parte de ellos. Sí, suerte. Porque participar en un club de lectura no es solo leer; es ser leído, interpretado, confrontado, abrazado con palabras. Uno llega por los libros, pero se queda por muchas otras cosas, incluidos los libros.

Decía Borges, con su acostumbrada lucidez cegadora, que la vida es demasiado corta para leer libros que no nos gustan, y que hay demasiados libros buenos esperando nuestra atención. Y ese fue mi lema durante años, una especie de dogma lector que me ahorró mucho sufrimiento y bastantes decepciones. Hasta que entré en un club de lectura. Allí, uno aprende ―a regañadientes al principio, con entusiasmo después, que hay una cierta dignidad en el esfuerzo compartido, incluso ante libros que, en soledad, habríamos arrojado por la ventana. Leer algo que no nos gusta, pero leerlo con otros, transforma el desagrado en descubrimiento. El libro ya no es solo el texto, sino la conversación que provoca, el espejo torcido en el que nos miramos y discutimos si el autor era un genio o un charlatán con buena prensa.

Quienes leemos, y además lo hacemos en grupo, sabemos que algo de la felicidad sí se escribe

Y aquí es donde aparecen los beneficios no siempre mencionados de los clubs de lectura: nos humanizan. Nos enseñan a escuchar puntos de vista distintos, a defender con argumentos y no con gritos, a cambiar de opinión sin sentir que traicionamos a nadie. Nos devuelven la lentitud, el placer de las palabras masticadas, la pausa en un mundo que todo lo quiere rápido, efímero, digerido en píldoras de mínimos caracteres. Un club de lectura es un acto de resistencia. Es leer, sí, pero también es estar. Estar presentes, con otros, hablando de lo que un texto nos remueve. Y eso, créanme, en tiempos de algoritmos y monólogos digitales, es un pequeño milagro mensual.

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Además, está la cuestión de la disciplina, esa virtud en vías de extinción. El club de lectura nos obliga ―amablemente, con cariño, con miradas cargadas de expectativa, a leer incluso cuando no apetece. Como ir al gimnasio, pero para el alma. Porque no siempre se lee con gusto, y sin embargo, se lee. Y lo que parecía un trámite se convierte, a veces, en una revelación. Y si no, al menos en una anécdota para comentar entre risas.

A nadie se le puede obligar a ser feliz, así que a nadie se le puede obligar a leer. Pero quienes leemos, y además lo hacemos en grupo, sabemos que algo de la felicidad sí se escribe, sí se comparte, sí se cuenta. No todos los finales tienen que ser con perdices, algunos terminan con un aplauso tímido en un aula prestada o una carcajada inesperada tras una cita de nuestro escritor favorito. Y eso... también es felicidad.

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Así que mientras el verano avanza y los clubs de lectura entran en pausa, que no en silencio, sigamos leyendo, aunque sea en solitario, con los pies en remojo y el libro cubierto de arena, o sudando bajo el ventilador casero. Porque la lectura, como la felicidad, no siempre hace ruido, pero deja huella. Y cuando volvamos a reunirnos, en septiembre ahí estarán las palabras esperándonos, listas para ser leídas, discutidas, celebradas. Como quien vuelve a casa.

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