Septiembre llega cada año como ese amigo inesperado que no has invitado a la fiesta, pero aparece igual, con cara de «¡Ya estoy aquí!, ¿me ... extrañabas?». Y lo peor es que, aunque todos lo negamos con vehemencia, en el fondo sí lo echábamos de menos un poco. Porque la llamada 'vuelta a la normalidad' no es tan malvada como nos gusta pintarla. Más bien es como esa camiseta desgastada y fea, pero cómoda, que no nos atrevemos a tirar aunque llevarla puesta sea la vacuna contra la lujuria.
Publicidad
Lo peor de todo es que nos pasamos agosto entero temiendo septiembre, como si fuera un monstruo de siete cabezas que nos espera en el portal de casa con la fiambrera abierta. De repente, todos hablamos de lo horrible que es regresar: los atascos, el correo acumulado, los madrugones... Y nos consolamos con el mantra nacional de esperar la llegada de los puentes (y no de Madison). Porque en este país tenemos la asombrosa capacidad de vivir permanentemente en el calendario de festivos. Es como si la vida fuera una especie de gincana cuyo único propósito es saltar de puente en puente sin que se nos vuelque el vaso de la bandeja.
Pero ¿acaso el descanso existiría sin el cansancio? ¿Tendría valor la siesta sin ese madrugón que nos empuja a desayunar de pie con un café mal hecho? Necesitamos la normalidad para poder maldecirla, y necesitamos maldecirla para poder desear con tanta pasión volver a huir de ella. Somos criaturas cíclicas.
Septiembre llega a recordarnos que la vida es tragicómica y que la rutina también nos cuida
Y ojo, que no estoy diciendo que la vuelta al trabajo sea un festival, no lo es, tampoco lo son las vacaciones, porque nunca lo son a tiempo completo, al menos, para el común de los mortales, en la mayoría de los casos, lo único que se hace es cambiar el cuerpo y el estropajo de lugar. Al final, aunque no lo reconozcamos, en vacaciones extrañamos la estructura invisible que nos proporciona la rutina. Es ese dulce masoquismo de quejarse del jefe, del tráfico, de los correos; esa especie de ópera dramática que, curiosamente, aporta sentido a nuestros días.
Publicidad
Además, la normalidad posee su encanto secreto. Ese café mañanero en tu taza favorita, que sabe mejor que cualquier capuchino de chiringuito. Ese saludo al vecino del tercero, que te recuerda que sigues en el mundo real y no atrapado en un resort de todo incluido, donde todo huele a pulsera de plástico. Ese reencuentro con tus compañeros de trabajo, quienes, aunque protesten tanto como tú, terminan siendo cómplices de la gran tragicomedia de volver al tajo. Porque, admitámoslo, reírse del peso de septiembre en buena compañía es mucho mejor que sufrirlo en soledad.
Es posible que alguien se acuerde de mis ancestros, pero cuando oigo lo del trauma postvacacional, siento no tener una varita mágica para teletransportar a los quejicas a algunos de los lugares del mundo donde se pegarían hostias por cambiarse por ellos. Y, pese a todo, nos pasamos el tiempo que trabajamos pensando en las próximas vacaciones. Qué bueno sería aprender a disfrutar de lo que toca en cada momento: el descanso cuando descansas, y la rutina cuando trabajas. Porque la rutina, bien mirada, también tiene su poesía: una cadencia predecible que nos libera de la angustia de tener que inventarnos cada día desde cero.
Publicidad
Así que yo, contra la corriente general, declaro solemnemente que la vuelta a la normalidad tiene algo de bendita. Porque nos hace conscientes de que la vida no está hecha solo de playas, cócteles y siestas infinitas (aunque suene tentador). Está hecha también de lunes pesados, correos absurdos y prisas entre reunión y reunión. Pero si conseguimos relativizarlo y reírnos de eso, entonces ya tenemos medio camino hecho hacia la próxima escapada.
Al final, septiembre no es un villano, sino un bufón: llega a recordarnos que la vida es tragicómica y que la rutina, aunque duela un poco, también nos cuida. Y sí, de aquí a diciembre habrá días en que contemos los minutos para el próximo puente. Mientras tanto, celebremos la normalidad con un poco de buen humor, porque –y esto lo firmaría Aristóteles con un mojito en la mano– la risa es la única forma sensata de sobrevivir al calendario.
Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión