Enfermos sin enfermedad

La incidencia de los síntomas físicos persistentes está aumentando. Contribuye a ello el estrés crónico y la creciente intolerancia social al malestar, entre otras razones

Miércoles, 10 de septiembre 2025, 01:14

Los llamados síntomas físicos persistentes (SFP) son aquellos malestares corporales que se prolongan en el tiempo sin que exista una causa orgánica clara que los ... explique. Muy frecuentes en toda la población, afectan sobre todo a los jóvenes: dolor musculoesquelético (por ejemplo, fibromialgia o lumbalgia crónica), cansancio ('long' covid), palpitaciones (síndrome de taquicardia ortostática postural), trastornos digestivos funcionales (colon irritable, SIBO, intolerancias alimentarias) o síntomas neurológicos inespecíficos como cefaleas recurrentes, mareos, pérdida de memoria o debilidad/hormigueo en extremidades. Durante años se habló de 'síntomas sin explicación médica', pero esta denominación resultaba estigmatizante y sugería que el problema era irreal. Dos interpretaciones son habituales: el origen psicológico y/o el comportamental (quejas exageradas para obtener beneficios, por ejemplo, bajas médicas). El término SFP es más respetuoso y clínicamente útil: reconoce la realidad del sufrimiento a pesar de la ausencia de hallazgos en las pruebas.

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Los SFP tienen una base médica cada vez mejor documentada. Pueden iniciarse tras una infección, una lesión o un episodio de gran estrés, pero persisten, no por el desencadenante inicial, sino por procesos posteriores que se retroalimentan. Entre ellos destacan la inflamación crónica de bajo grado, disfunciones metabólicas e inmunológicas o alteraciones en la codificación predictiva cerebral que favorecen la intensificación de señales corporales normales transformándolas en síntomas vividos como invalidantes. El problema no es ni mental ni imaginario, sino que tiene raíces biológicas tan sutiles y complejas que no son detectables a través de los procedimientos diagnósticos con los que contamos.

La incidencia de los SFP está aumentando en todo el mundo. Contribuye a ello el estrés crónico, la creciente intolerancia social al malestar, su amplificación a través de las redes sociales y una medicina que tiende a convertir experiencias normales de malestar o variaciones de la vida cotidiana en diagnósticos médicos. Representan ya un 40% de las consultas en atención primaria y un 30% en las consultas de especialistas hospitalarios lo que, a su vez, conlleva un uso intensivo de recursos: visitas repetidas, pruebas diagnósticas con resultados negativos o inespecíficos y prescripción de tratamientos de eficacia limitada pero potencialmente dañinos. A estos costes directos hay que añadir los indirectos, derivados del absentismo, la pérdida de productividad y las incapacidades laborales que, en algunos estudios, triplican el gasto sanitario. En conjunto, los SFP constituyen una fuente creciente de enorme sufrimiento para las personas y uno de los principales desafíos para la sostenibilidad del sistema de salud.

Los pacientes con SFP presentan un elevado riesgo de sufrir daño derivado de las propias actuaciones sanitarias. Este daño adopta distintas formas: la validación artificial de los síntomas mediante la atribución de etiquetas diagnósticas médicas; utilización de fármacos de mínima utilidad o potencialmente peligrosos (como los gabapentinoides, los opioides o los psicofármacos); negar la dolencia («no tiene nada») o la interpretación de los síntomas exclusivamente en clave psicológica («son los nervios»); por último, la realización repetida de pruebas diagnósticas, cada vez más invasivas ante los resultados negativos, que pueden acabar detectando alteraciones menores no explicativas. Estas intervenciones, a menudo inútiles y potencialmente dañinas, terminan por minar la confianza de los pacientes en el sistema sanitario. Su sufrimiento persiste, cada vez con menos esperanza de ser comprendidos o aliviados, lo que favorece la búsqueda de soluciones en terapias sin base científica, ampliamente difundidas en las redes sociales.

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El tratamiento es complejo y requiere una atención primaria potente desde el punto de vista del conocimiento (formación), organización (interdisciplinariedad) y asistencia (tiempo). El primer requisito terapéutico es el establecimiento de una relación clínica de confianza, cercana y accesible; el segundo, un/a profesional que conozca integralmente al enfermo; el tercero, reconocer la objetividad del sufrimiento y, el cuarto, explicar adecuadamente su complejidad etiológica. Estos cuatro pasos deben acompañarse de contención en las pruebas complementarias solicitadas (para evitar el riesgo de encontrar alteraciones irrelevantes pero que pueden ser interpretadas por los enfermos y, en ocasiones, los profesionales como determinantes) y en las derivaciones (para evitar sobreactuaciones que tienden a ser más habituales en la atención hospitalaria). La terapia, fundamentalmente relacional y cognitivo-conductual, solo excepcionalmente farmacológica, debe tratar de reconducir las percepciones sintomáticas eliminando el miedo y las conductas evitativas, abordar los efectos perniciosos del estrés y activar recursos no sanitarios (deporte, actividades grupales y comunitarias, apoyo psicosocial, etc.). Es un enfoque de carácter generalista que integra lo biológico, lo cognitivo/interpretativo, lo psicológico y lo social.

Las personas con SFP son enfermos sin enfermedad, pero tienen un sufrimiento objetivo. El sistema de salud tiene la obligación de reconocer este sufrimiento y atenderlo, pero, paradójicamente, con las mínimas pruebas, pastillas y etiquetas diagnósticas. Este enfoque, basado en la relación y la confianza, solo es posible desde una sólida Atención Primaria de Salud. Su actual precarización y devaluación solo puede cronificar el sufrimiento y la discapacidad mientras se consume una ingente cantidad de recursos tan inútiles como potencialmente peligrosos.

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