Cuando la comunicación sanitaria hace su propio juramento
A veces pienso que, si el periodismo tuviera un juramento fundador, se parecería sorprendentemente al hipocrático. No porque los periodistas llevemos bata blanca (aunque muchos terminamos pasando más horas en hospitales de las que imaginamos) sino porque ambos oficios, en el fondo, comparten una misma misión: proteger la vida a través del conocimiento
Recuerdo la primera vez que escuché a un médico decir: «Nuestra obligación, antes que curar, es no hacer daño». Aquella frase me persiguió durante mucho ... tiempo, porque comprendí que también debía aplicarse a la comunicación sanitaria. Qué fácil es, en un titular precipitado, sembrar miedo donde solo debería haber información; cuánto daño puede causar un dato mal explicado.
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Durante la pandemia de covid-19 lo vimos con claridad: mientras unos difundían pánico, otros asumieron un compromiso silencioso pero crucial; explicar, con calma, qué era un virus, cómo funcionaban las vacunas o por qué una mascarilla podía salvar a un desconocido. Y en ese acto de rigor, también salvaron vidas.
En la medicina, otro pilar ético es actuar siempre en beneficio del paciente. En el periodismo sanitario ocurre lo mismo: la prioridad es el interés público. No la viralidad, no el clic fácil. Lo entendieron bien aquellos divulgadores que, en los años 40, supieron traducir al mundo el milagro de la penicilina. Explicaron qué eran los antibióticos, por qué funcionaban y cómo podían cambiarlo todo. Su labor contribuyó a uno de los mayores avances sanitarios de la historia.
La cobertura del VIH en los años 80 es un recordatorio doloroso de cómo un enfoque sensacionalista puede aumentar el estigma
Hay un tercer principio que une a médicos y periodistas: proteger lo que es vulnerable. En salud, esa vulnerabilidad se expresa muchas veces en forma de privacidad. Hubo épocas en las que ciertos medios no supieron manejar esa responsabilidad. La cobertura del VIH en los años 80 es un recordatorio doloroso de cómo un enfoque sensacionalista puede aumentar el estigma, agrandar el sufrimiento y erosionar la empatía. Aprendimos entonces que contar una historia no puede significar exponer a una persona.
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Y, como las ciencias de la salud, la comunicación sanitaria también exige una actualización constante. La secuenciación del genoma humano, en 2003, obligó a miles de periodistas a estudiar contrarreloj para explicar algo que ni ellos mismos terminaban de comprender. Pero lo hicieron. Y gracias a eso el mundo entendió que la medicina del futuro estaba cambiando para siempre.
Al final, lo que más me fascina es que ambos oficios, tan distintos en apariencia, comparten su razón de ser: servir a la sociedad. Ningún descubrimiento médico transforma la vida de las personas si no se comunica bien. Ninguna campaña de vacunación, desde la erradicación de la viruela hasta las campañas actuales de VPH o gripe, funciona sin un mensaje claro, comprensible y confiable. La innovación puede nacer en un laboratorio, pero la confianza nace en una buena historia.
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Por eso creo que la comunicación sanitaria, cuando se ejerce con ética, con rigor y con humanidad, también hace su propio juramento. Un juramento no escrito que dice: «Haré todo lo posible para que la información ayude, acompañe y proteja».
Porque informar bien no es solo un acto profesional. Es, de alguna manera, un acto de cuidado. Y a veces , más de lo que imaginamos, informar bien también salva vidas.
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