Mehdhar Alawi, esta semana en el jardín de Floridablanca, en Murcia. guillermo carrión / agm

La Región de Murcia, un refugio en tiempo de guerras

La invasión de Ucrania nos ha despertado del sueño de una Europa en paz, pero la violencia siempre ha estado ahí. Decenas de personas que huyen de conflictos bélicos tratan de construir una nueva vida en la Comunidad

Domingo, 27 de marzo 2022, 07:40

La guerra ha vuelto a Europa, y los millones de refugiados que se agolpan en Polonia recuerdan a imágenes que, con la excepción del avispero ... de los Balcanes, no se veían en el continente desde la II Guerra Mundial. Pero la paz europea era y es una excepción. La guerra nunca se fue, aunque las bombas resonasen en lugares lejanos a los que preferíamos no mirar. Como ahora los refugiados ucranianos -más de mil han sido ya atendidos por las organizaciones sociales en la Región de Murcia-, antes vinieron sirios, afganos, yemeníes, sudaneses y malienses huyendo de conflictos bélicos a los que no siempre se les prestó atención. A ellos se unen muchas otras personas que aspiran a dejar de ser perseguidas por su origen étnico, su orientación sexual o su fe.

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«En todo el mundo hay 25 guerras activas en estos momentos. Una bomba es una bomba caiga donde caiga, y el dolor que causa es el mismo», recuerda Moisés Navarro, presidente de la Coordinadora de ONG para el Desarrollo de la Región de Murcia. La rápida respuesta de la sociedad y las organizaciones sociales ante el drama ucraniano debe marcar un antes y un después, reflexiona, porque se ha demostrado que hay capacidad para atender una emergencia de este tipo con procedimientos más ágiles.

«Hay que evitar que haya refugiados de primera o de segunda», advierte Navarro. La actual ola solidaria contrasta, por ejemplo, con las protestas contra el centro de refugiados en el antiguo hotel La Huertanica. Y mientras ahora el primer paso en la solicitud de protección internacional se tramita en 24 o 72 horas, conseguir una cita en la Oficina de Extranjería puede suponer meses para otros refugiados. 2.508 personas de diferentes nacionalidades pidieron asilo el año pasado en la Región. Menos del 30% consiguen el reconocimiento de algún tipo de protección.

Mehdhar Alawi (Yemen)

«Somos invisibles para el mundo»

Mehdhar Alawi no recuerda un Yemen en paz. El país se desangra desde 2015 en una guerra civil brutal, de todos contra todos, pero «ya había conflictos desde mucho antes». Procedente de Yafa, una zona rural en la que trataba de ganarse la vida trabajando en la construcción, Mehdhar decidió escapar en 2017 para no acabar como su tío y su primo, muertos en salvajes combates entre facciones. Pero, sobre todo, para buscar un sitio en el que sus hijos pudiesen crecer sin empuñar las armas. «Mi pueblo fue ocupado durante un tiempo por Al Qaeda, y luego lo recuperó el Ejército Nacional, que lucha contra este grupo y también contra los hutíes [el movimiento que actualmente controla las principales ciudades]», trata de explicar.

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El cóctel lo completan las armas y milicias que Arabia Saudí ha movilizado contra los hutíes, y el resultado son 233.000 muertes y cuatro millones de desplazados internos. «La situación es pésima, con gobiernos corruptos. Hoy en día, en mi zona continúan sin electricidad, y la inflación hace que sea imposible comprar un kilo de arroz», relata.

La guerra se degradaba a toda velocidad, así que Mehdhar tuvo que tomar la difícil decisión de abandonar el país, con la idea de conseguir sacar a su mujer y a sus seis hijos cuando llegase a un destino seguro. Pero todo se complicó. Se endeudó en 16.000 euros para poder atravesar Arabia Saudí, donde exigían cifras estratosféricas por el visado, y después para ir avanzando por África.

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Ya en España, tras entrar por Melilla, terminó en Murcia. Todo cambió, pero el proceso de asilo es lento, y sin culminarlo no podía aspirar a reagrupar a su familia. Hace unas semanas, Mehdhar pudo por fin abrazar a su mujer y a cuatro de sus hijos. Otros dos, ya mayores, continúan en Yemen, uno de ellos combatiendo en la guerra. Ahora, a sus 46 años, aspira a una vida tranquila con los suyos, quizá regentando una frutería después de años de trabajo «a destajo» en el campo murciano. Pero no olvidará su tierra, aunque el resto del mundo la olvidase hace ya mucho tiempo: «Todo el mundo habla ahora de Ucrania; nosotros somos invisibles».

Ahmad Fayad (Afganistán)

La última lección de español en una ciudad tomada por los talibanes

Ahmad Fayad,junto a las oficinas de Cepaim, en Murcia, esta semana. nacho garcía / agm

El 15 de agosto, Ahmad vio pasar a los talibanes desde la ventana de su aula, en la Universidad de Kabul. Este joven profesor de español, de 26 años, había decidido seguir adelante con la clase pese a que la preocupación se reflejaba ya en las caras de todos. Era un último intento por aferrarse a un mundo a punto de desaparecer. «Pronto vino el personal de la Universidad y nos dijo que teníamos que irnos lo antes posible, porque los talibanes habían entrado en la ciudad». Ya no volvió a ver a sus alumnas, por las que rompe a llorar mientras cuenta su historia, en la sede de la Fundación Cepaim, en Murcia. Al principio, las chicas pudieron seguir acudiendo a clase, «pero en horarios distintos a los chicos, y entrando por puertas diferentes», cuenta. Pero esta misma semana, los talibanes han vuelto a prohibir el acceso de las mujeres a la Educación, más allá de la Primaria.

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«Una chica no pudo hacer un examen porque el color de su velo no era negro», se lamenta. Ese control se extiende a otros ámbitos de la vida cotidiana. Los talibanes «no imponen reglas islámicas sino su propia cultura pastún. Ellos ven como una vergüenza que las niñas vayan a la escuela, cuando el Profeta nos dijo: 'Lean'», reflexiona.

Ahmad se quiebra también al recordar a su hermana, a quien trata de traer a España. Porque ella, que también estudió Filología Hispánica, aún no ha podido abandonar el país. Él también seguiría en Kabul si no fuese porque las autoridades españolas lo incluyeron en uno de los listados del personal a evacuar. «Entre el 15 y el 22 de agosto estuve en casa, esperando, sin saber lo que ocurriría. Todos habíamos perdido la esperanza», recuerda. «Esos días a mí y a mis compañeros nos contactaron medios españoles y de otros países de habla hispana para entrevistas. Gracias a eso, uno de los profesores pudo enviar nuestros datos». Mientras, en las calles, los talibanes «iban arriba y abajo» en sus coches, ondeando sus banderas negras. A Ahmad le pararon un día, pero solo le preguntaron «si había visto a algún ladrón».

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Un título sin homologar

El 22, por fin, pudo salir de Kabul tras llegar en medio del caos al aeropuerto, cuatro días antes del atentado que segó la vida de casi 200 personas que trataban desesperadamente de acceder a las instalaciones. Ya en España encontró apoyo, vivienda y una ciudad, Murcia, en la que volver a empezar. Pero por el camino se ha quedado una carrera universitaria que, de momento, está interrumpida. «Tenemos el obstáculo de la homologación. Muchos ni siquiera pudieron traer el título original; salimos con lo puesto, con apenas una bolsa de ropa», advierte. No se trata ya de que le reconozcan el grado universitario, sino de que al menos pueda matricularse para estudiar de nuevo la carrera.

Ahmad deja atrás un país roto que suma décadas de guerras, un régimen talibán medieval en los años 90 y una posterior invasión estadounidense tras la que se estableció un precario equilibrio, con una sucesión de gobernantes corruptos e ineficaces. «El último Gobierno, que dejó el país en manos de los talibanes, era casi peor que ellos. Había mucha inseguridad en Kabul; cada día mataban a gente, o la secuestraban, y nadie preguntaba. No podías salir a la calle con el 'iphone', porque sabías que alguien iba no solo a robártelo, sino a herirte o algo peor», relata Ahmad Fayad. Ahora hay una mayor seguridad, pero es la seguridad de los cementerios. Sin libertad, sin cultura, sin alegría. Como cada primavera, los afganos habrían celebrado el pasado 20 de marzo «el primer día del año solar», una fiesta milenaria heredada de la tradición persa. Pero el nuevo poder «lo ha prohibido».

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Ahmad nació en Badakhshan, una de las provincias de menor influencia talibán. Para sus padres, los estudios de sus hijos eran un orgullo y una prioridad. El joven Fayad no solo hizo Filología Hispánica, sino que también se graduó en Informática. En su familia, las mujeres también estudiaron. Su cultura, confía, sobrevivirá a los talibanes, y también a los que durante décadas maltrataron su país.

Ahmed (Siria)

«Nos ordenaron que disparásemos a los manifestantes, y me escapé»

Ahmed pasea por el barrio del Carmen, en Murcia. g. carrión / agm

Ahmed no se llama Ahmed, pero el miedo a la brutal represión que sacude Siria le lleva a ocultar su identidad. Sus padres y parte de la familia todavía viven en la provincia de Alepo, vibrante y «desarrollada» antes del estallido de la guerra. En 2011, en aquellas calles se respiraba una mezcla de hartazgo hacia el régimen de Bashar al-Ásad y de esperanza por un futuro en el que todo era posible. A Ahmed, la primavera árabe le pilló en un cuartel, cumpliendo la formación militar obligatoria. «Allí no podíamos usar el móvil, no sabíamos lo que pasaba. Nos dijeron que los manifestantes tenían armas y que teníamos que dispararles. Pero me di cuenta de que no era así, era gente protestando, así que me escapé», relata.

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Aquellas primeras manifestaciones, sangrientamente reprimidas, derivaron en guerra civil, con el ejército gubernamental enfrentándose a una alianza opositora y a los kurdos. En estas aguas revueltas irrumpió el Estado Islámico (ISIS), que en 2014 tomó varias zonas de Alepo. Ahmed los vio llegar, y la vida cambió. «De repente no podíamos fumar en la calle, ni jugar al fútbol. Las mujeres solo podían salir a la calle totalmente tapadas, salvo los ojos, y te podían parar en cualquier momento para pedirte el móvil», recuerda. El ISIS comenzó a reclutar a todos los hombres para su Yihad, y ahí fue cuando Ahmed decidió abandonar el país, acompañado de su primo y un hermano. Mientras, sus tres hijos y su esposa fueron desplazándose a zonas más seguras de Siria, a la espera de que el padre se estableciese en algún lugar de Europa.

Ahmed recaló en Alemania primero, y después en España, en 2018, donde encontró el apoyo de Accem, una organización centrada en la atención a refugiados. Ahora, tras un largo proceso para conseguir el asilo y, posteriormente, para el reagrupamiento familiar, ha conseguido traer a su mujer y a sus hijos a Murcia. Está impaciente por poder escolarizarlos. Desde 2014 apenas habían podido verse en una ocasión en Turquía, donde los suyos terminaron asentándose tras dejar Siria.

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Ahmed tiene ahora 31 años. Los últimos tres ha trabajado en un kebab en El Palmar, y le gustaría regentar su propio local. «Mi experiencia en Murcia es muy buena, la gente me ha apoyado y no me he sentido discriminado», señala. «Algún día, eso sí, me gustaría volver», confiesa.

Raziyeh Chinnanpour y Hamidreza Nasiri (Ucrania)

Una bomba en la madrugada que anuncia la invasión

Hamidreza Nasiri y Raziyeh Chinnanpour, en Murcia. g. carrión / agm

Todo cambió en Kiev en apenas 24 horas. La ciudad bullía como siempre, con sus restaurantes abiertos y sus mercados bien provistos hasta que, una madrugada, a Raziyeh Chinnanpour la despertó «el sonido de una bomba». La guerra había llegado. Todo se interrumpió, incluidas las clases a las que ella y su novio, Hamidreza Nasiri, acudían cada día

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Pero la pareja, de origen iraní, decidió esperar, quizá con la confianza de que aquella invasión irracional no podía seguir adelante. A Raziyeh le quedan tres años para terminar Medicina, y a Hamidreza, dos para convertirse en dentista. Abandonar Ucrania significaba dejar en suspenso los estudios, sin saber si podrían retomarlos en algún momento, o en algún país. Pero las sirenas antiaéreas y el ruido sordo de los misiles impactando en las afueras se convirtieron en una machacona advertencia: la invasión de Putin iba muy en serio.

Así que al noveno día recorrieron la ciudad hasta llegar a una estación de tren abarrotada de centenares de personas que trataban de huir. «Llegamos a las dos de la tarde, y no pudimos coger un tren hasta las ocho o las nueve de la mañana siguiente», recuerda la pareja. El tren les dejó en una población cercana a la frontera de Rumanía, y un chico ucraniano les llevó en su coche particular al puesto fronterizo. «Todo el mundo se portó muy bien con nosotros, nos ayudaron en todo momento», recuerdan los estudiantes.

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Ya en Rumanía tuvieron que decidir dónde ir. «Algunos compañeros se fueron a Alemania; nosotros optamos por España porque sabemos que aquí las facultades de Medicina son muy buenas», explican. Pero su proyecto de vida, que tanto esfuerzo les ha costado construir, está ahora en el aire. Cruz Roja los ha alojado de momento en un hotel de Murcia. Confían en poder matricularse en la universidad y en ejercer, quién sabe, curando algún día a sus pacientes murcianos.

Alí (Sudán)

«La Policía me torturó; pasé dos meses en el hospital»

Alí charla con Ramón Pina, de Cepaim, en Murcia. nacho garcía / agm

Alí nació hace 35 años en Darfur, la región de Sudán más castigada por la hambruna, la guerra y la pobreza. Entre 2003 y 2008, un cruento conflicto civil dejó 300.000 muertos y casi tres millones de desplazados. Al genocidio le siguió una precaria paz. «Había milicias y grupos terroristas que a veces atacaban, aunque no era continuo», cuenta Alí.

La situación, sin embargo, ha ido degradándose en los últimos años, con una nueva escalada de violencia. Así que tras intentar ganarse la vida trabajando en instalaciones petroleras y como técnico de calefacción, Alí decidió dejarlo todo. Se marchó a Egipto, pero la Policía lo detuvo y lo mandó de vuelta a Sudán. «Me pegaron y torturaron; me hirieron en la pierna y pasé dos meses en el hospital», relata. Tras recuperarse, volvió a intentarlo en 2019, y esta vez sí, consiguió llegar hasta el Magreb y, de allí, a España. Ahora, mientras trata de construir en Murcia una nueva vida, se sabe afortunado, porque las noticias que le llegan de su país son cada más preocupantes. «La gente tiene miedo de que se repita lo que sucedió en 2003, y muchos jóvenes están huyendo», explica. No deja de pensar en sus padres y hermanos, que siguen allí, «en una situación muy mala».

En Murcia, Alí ya tiene el estatuto de refugiado. Se siente «muy acogido y respetado». Le queda encontrar trabajo para poder encarar un futuro alejado de la pobreza que le vio nacer.

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