La tristeza de no escuchar por septiembre los conjuros
La Murcia que no vemos ·
Hoy serían un gran reclamo turístico los perdidos toques de las campanas para espantar todo tipo de malesPasa septiembre, con este veranico de los membrillos en que la calor, esa que en Murcia se invoca en femenino, aún nos recuerda aquellos cercanos ... días estivales. Sin embargo, septiembre pasará sin que, un año más, nadie repare en una gran tradición histórica. En otras latitudes, pendularía la gestión municipal, ya superada la Feria, en ella. Y sería un espléndido reclamo turístico. Pero así somos, para qué pregonar más en este desierto patrimonial.
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Me refiero a los remotos conjuros que cantaban tres campanas de la catedral y cuya finalidad era defender a la ciudad de no pocos males. Les hablo de aquella increíble tradición de echar al vuelo esas campanas para espantar epidemias, sequías, hambrunas y toda suerte de males, sobre todo las riadas que tantas desgracias trajeron a la vega del Segura durante siglos.
Las campanas conjuratorias se fundían, precisamente, con ese fin: consagrarlas para la defensa de la urbe y por ello están adornadas de inscripciones que imploran esa protección. Tanto es así que, según el rito mozárabe, cuando se funden incluso se realiza un exorcismo: «En nombre de Cristo que se alejen todos los espíritus malignos y que la fundición del metal sea perfecta para hacer campanas que duren y que suenen bien».
No era una invocación baladí. Antes de elevarlas a la torre eran bendecidas, lavándolas con agua bendita, ungidas con los santos óleos y se les otorgaba en ese instante su nombre. Solo restaba incensarlas mientras el maestro de ceremonias proclamaba otra oración que incluía la frase: «Que el sonido de estas campanas, oh Señor, aleje a los que nos quieren hacer daño».
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Así las cosas, de las 24 campanas que lucen en la torre solo tres fueron sometidas a este ritual. Y por ello superan con creces en importancia al resto.
Son valiosos instrumentos que, según la iglesia católica, tienen propiedades sacramentales. Las tres son La Mora, la Águeda y la del Reloj.
La primera de ellas fue fundida en torno a 1383 y de árabe tiene poco, al menos si tenemos en cuenta que los musulmanes pocas campanas fundieron. En este caso, la leyenda establece que fue fundida por un cristiano, un judío y un moro. Lo cierto es que la nota que proclama al tocarla es un LA.
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En su hechura fue fundida una leyenda que reza: «Este es el leño de la cruz, huid los enemigos. Vence el león de la tribu de Judá, de la raíz de David, Aleluya».
La campana fue retirada, rajada, del campanario en 1969. Hasta entonces su emplazamiento miraba hacia Santa Eulalia y la Vega Baja, aunque tras hacer un réplica la colocaron en un hueco orientado a la plaza de la Cruz.
Once mil quilos
Sobre la Águeda hay que anotar que su nombre real es Santísima Trinidad y fue fundida en 1790. Pesa, nada más y nada menos, que once mil quilos, es la más grande de la torre y su nota musical es FA. En ella se grabó la plegaría «Por el signo de la Cruz, líbranos Dios nuestro de nuestros enemigos».
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Contemporánea y sonando con la misma nota es la tercera de las campanas conjuratorias, la del Reloj o la Paz, como la conocen los murcianos. La leyenda que en ella se grabó es: «Esta es la cruz del Señor, huid los enemigos, venció el león de la tribu de Judá».
Lo que resulta increíble es que sus afinaciones no son baladíes. La Mora comienza a sonar en LA, primera sílaba de «Labii reatum» o «de nuestros impuros labios». Luego sonaban las otras en FA, así afinadas por «Famuli tuorum», «estos siervos tuyos». A estas campanas se sumaban otras tres, en conjunción.
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Ahora imaginen que cuando todas repicaban lanzaban al viento no solo sus notas sino también las inscripciones del bronce, a modo de exorcismo sonoro.
El capellán conjurador debía ponerse a las órdenes del campanero, quien le señalaba su lugar: mirando a las amenazadoras nubes que se acercaban. Allí debía permanecer hasta que se lo ordenara, cuidando de que no faltaran velas ni agua bendita.
Contaba el periodista José Martínez Tornel en su 'Diario de Murcia' del 14 de septiembre de 1898 que, «de aquí a que vuelva el conjuro, en otro mayor sonar... Cuántas noches, cuántas penas, cuánto duelo y cuánto afán».
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Eso eran los conjuros. Y eso, para vergüenza de todos los murcianos, ya no suena desde que no hace tantas décadas decidió el Cabildo de la Catedral suprimirlos. Legiones de turistas vendrían hoy a disfrutar de tan espléndida tradición. Pero así somos, no le de usted más vueltas. Porque les dio la gana, ¿qué pasa?
Sepultar una tradición
Los conjuros comenzaban el 3 de mayo, festividad de la Invención de la Santa Cruz, y se extendían hasta el 14 de septiembre, dedicado según el calendario católico a la Exaltación de la Santa Cruz. «De Cruz a Cruz» se celebraban.
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A las cinco y cuarto de la tarde de aquel día sonaba el último y una gran multitud se agolpaba en la plaza de Belluga. Ya no para oír las campanas, que también, sino por disfrutar otra convocatoria más mundana.
El primer toque de los conjuros en mayo tenía lugar antes del alba, a las seis de la mañana. El segundo, a las once. El tercero, a las cinco de la tarde. Todos se repetían un cuarto de hora más tarde. El 14 de septiembre, desde lo alto de la torre, una banda de música interpretaba un concierto que hacía las delicias musicales de no poca concurrencia.
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El gran Martínez Tornel lo advertía hace un siglo. Aunque para muchos fueran una «antigualla» los murcianos «necesitamos los conjuros. Si alguna vez se suprimiesen, que no se suprimirán mientras haya Torre, nos faltaría lo mismo que si no volviesen las golondrinas; que ni no hubieran rosas en abril y mayo». ¡Anda que no iba descaminado, el pobre!
Yo también me pregunto, con creciente enfado, la razón de que sepultáramos una tradición de siglos que hoy, con fe o sin ella pues de eso no depende el patrimonio antropológico, sería reclamo turístico de primer orden. Así nos va.
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