«En la calle de la Horma se bañan con el traje del padre Adán»
La murcia que no vemos ·
Zambullirse en cueros en el Segura y sus acequias fue una costumbre que despertó no pocas críticas y risasMurcia siempre tuvo, aunque nadie así la llamara, una playa fluvial como la que estos días anuncia el Ayuntamiento capitalino. Más que una playa, la ... ciudad tuvo tantas como acequias surcaban su territorio. Aunque eso fue antes de la fiebre por cimbrarlas todas y sepultar con ellas gran parte de nuestro espléndido pasado histórico.
Los baños en las acequias y en el Segura, más que saludables, eran indispensables cuando arreciaba la calorina, que en estas latitudes alcanza su cenit entre julio y agosto. Y tan secundados eran que incluso el Consistorio, porque desde siempre fue un metomentodo, regulaba cuándo, cómo y quiénes podían bañarse.
En 1880, por citar un año, era por mayo cuando se anunciaba la regulación, en forma de decreto del señor alcalde. El objetivo, como anunciaba él mismo, era velar porque se observara «el orden y la decencia convenientes». Y en segundo lugar, evitar «las desgracias que se puedan ocasionar».
La acequia Caravija desplazó la balsa del Tío Pepín como baño preferido en la ciudad
El bando, para acabar pronto, prohibía los baños en el Segura. Y en el resto de acequias, azarbes, brazales y regaderas tampoco podían hacerlo los menores de 14 años, si estaban solos, ni los «dementes ni ebrios», aunque a ver quién disuadía a unos y a otros.
Tanta decencia se buscaba que incluso había horarios distintos para hombres y mujeres, lo que sin duda haría mucho más aburridos aquellos baños de nuestros abuelos. Si es que alguien hacía caso del bando, que esa es otra.
Las murcianas podían disfrutar de las aguas de seis a ocho de la mañana y de cuatro a seis de la tarde. O muy temprano o padeciendo el sestero. Ellos, en cambio y pues hombres eran los que legislaban, estaban autorizados de once a una de la tarde y de cinco a nueve de la noche.
Los baños de unos afectaban a otros muchos. Era el caso de los aguadores, quienes solo podían recoger el cristalino elemento, precisamente para que cristalino fuera, durante las horas en que nadie se estuviera bañando en los cauces. Además, duras multas aguardaban a las lavanderas de la acequia Caravija si se atrevían a lavar en sus aguas. Y lo mismo sucedía con los negocios de tintes.
Muchos escándalos
El cumplimiento de estas normas era desigual por el común de los vecinos de la ciudad y ni digamos entre los huertanos de la vega. Prueba de ello es que la prensa histórica murciana está repleta de noticias sobre problemas causados por quienes acostumbraban a bañarse en cauces públicos.
En 1897, por citar un caso, los vecinos de la calle de la Horma, en el barrio de San Antón, denunciaban en 'Las Provincias de Levante' que «varios mozalbetes, algunos ya hombres» se bañaban cada tarde en las acequias que pasaban por la zona y solo llevaban puesto «el traje del padre Adán, con grave ofensa a la moral y a las buenas costumbres». 'Las Provincias' recomendaba a «los dos guardias de San Antón» que prohibieran tan escandaloso espectáculo.
Otro mundo y otra historia eran los baños privados, algunos en tinas de mármol y los más en pozas cubiertas con casetas. Hubo unos de gran predicamento en El Verdolay. Tanto, que hasta tenían servicio propio de carruajes desde la antigua plaza de Los Gatos, la que hoy llamamos de Santa Isabel. Quien quisiera bañarse en ellos podía desplazarse a las seis de la mañana o a las tres de la tarde.
Está por escribir la historia de aquellos baños históricos, hoy tan perdida como los otros baños moros, monumento nacional que la piqueta y la sinrazón arrollaron. Sí podemos apuntar que a comienzos del siglo XIX había varios: los de Cadenas, San Antonio, la balsa del Tío Pepín, las de los Hernández, el Canalado, el Huerto del Conde «y no sé cuántos sitios más», concluía el diario 'Las Provincias'.
Una anciana, al agua
En 1926, según el diario 'Levante Agrario', los mejores baños eran los de la acequia Caravija y en el Huerto de Cadenas. Estos emplazamientos habían sustituido a la antigua balsa del Tío Pepín y los de San Antonio y Huerto de las Bombas. Mención aparte merecían, pese a la prohibición, los sotos del Segura, tradicionalmente una zona elegida por muchos para refrescarse como Dios los trajo al mundo. Vamos, una auténtica playa fluvial nudista a dos pasos de la Catedral.
La discusión actual sobre descimbrar algún tramo de las acequias que discurren por el centro de la ciudad ya se produjo, aunque a la inversa, en 1878. En aquel año, el 'Semanario Murciano' publicaba el accidente protagonizado por una anciana, quien cayó a la acequia Aljufía que discurría, como discurre, por la calle Acisclo Díaz.
La mujer se salvó por vestir «ropa ancha y ahuecada». Aquel incidente sirvió para que el semanario exigiera que se tapara toda esa acequia «desde el Huerto de Cadenas hasta la plaza de Santo Domingo».
Al menos hay que anotar un último detalle. Las aguas que a veces conducían esos cauces no eran, precisamente, tan puras y limpias como pudiera pensarse. Basta con recordar que eran el improvisado excusado de cientos de huertanos. La idea de cimbrar la Aljufía y otras tantas acequias, con el tiempo y la falta de paladar histórico, sería una triste realidad.
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