«Si alguno trae su garrote a la Feria de Murcia, que no sea muy grande»
Los bandos municipales para intentar evitar disturbios en estas fiestas rozaban algunas veces la extravagancia
En la Feria de Murcia de 1853, algunos problemáticos podían acabar, como solían, a garrotazo limpio. Aunque quienes recibieran los palos tenían el consuelo, por escribir algo, de que los garrotes que les abrieran las cabezas no excederían las «cinco cuartas de largo» ni las seis o siete «líneas de grueso».
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Así lo ordenaba Agustín Escribano, alcalde entonces de Murcia y quien promulgó un bando estableciendo unas mínimas normas (y tan curiosas) para que «se eviten los disgustos y desgracias que de lo contrario puedan ocurrir».
El bando, como gran parte de nuestro patrimonio bibliográfico, se conserva casi intacto en el Archivo Almudí que es, por cierto, uno de los más interesantes de España. No estaría de más, vista su diminuta sala de consulta, que también lo convirtieran uno de los más espaciosos.
Algunos artículos del escrito eran lógicos. Por ejemplo, que cada feriante mantuviera las fachadas de sus casetas «limpias, barridas y rociadas» y que instalaran una luz desde el anochecer hasta las cuatro de la mañana. Además, se prohibían en la Feria toda clase de juegos de azar, acaso para evitar más trifulcas, entre ellos el desaparecido bisbis.
El bisbis era parecido a la actual ruleta. Se realizaba en un tablero o lienzo dividido en casillas con números y figuras. En cada una de ellas colocaban los jugadores sus puestas. Sacado a la suerte el número de una, el feriante pagaba al jugador favorecido su puesta multiplicada, y los demás pierden las suyas.
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Los bandos municipales, en muchas ocasiones, suponen una instantánea para el futuro de alguna parte de la sociedad. A finales del siglo XIX, el problema en la Feria no eran, que también, los carruajes que colapsaban el tráfico.
Eran los colilleros, niños dedicados a recoger colillas para vender el tabaco, que durante décadas mantuvieron en jaque a la autoridad, en estado de nervios permanente a los comerciantes y en pie de guerra a los periódicos. Ni unos ni otros lograron erradicar nunca lo que tildaban de «plaga nauseabunda».
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Vendedores ambulantes había para casi cualquier producto. 'El Diario' publicó en 1887 que el florero era «el rey entre los colilleros, betuneros, abellaneros, torraeros, barquilleros…». Y, antes de vender flores, acaso fuera «aprendiz de sillero».
Aquellos colilleros
Este periódico denunciará solo cuatro años más tarde que en las calles de Murcia había en torno a 200 chiquillos dedicados a tan burda tarea: «Betuneros, colilleros, voceadores de periódicos y billetes de lotería, individuos todos de una misma familia», referirá también otro diario.
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En 1900, 'El Diario de Murcia' aconsejaba a la autoridad que procediera contra ellos antes de que llegara la Feria de septiembre para evitar una mala imagen de la ciudad. Fue, como siempre, en vano. En las fiestas de aquel año se produjo una «aglomeración de colilleros y pordioseros» que suscitó la indignación de los feriantes.
No está de más recordar, pues estas cosas pronto se olvidan, que la Feria no siempre comenzaba con septiembre. Más bien, cuando el mes se despedía. Y así fue durante siglos. El Rey Sabio concedió a Murcia, con fecha 19 de mayo de 1266, el privilegio de celebrarla. Un día antes también autorizaba el mercado de los jueves.
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El monarca estableció que las fiestas se extendieran durante dos semanas, a partir del día de San Miguel Arcángel, el 29 de septiembre. Por ello se denominaría durante muchos años Feria de San Miguel.
En sus inicios se reducía a una simple cita comercial, indispensable para acercar a la ciudad productos relacionados con la huerta, ganado, aperos de labranza, ropa de abrigo o simientes. Siglos más tarde llegaría la Fuensanta para convertirse en piedra angular de los festejos, que comenzaron a alargarse en días.
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Aunque a veces no fue así. Por ejemplo, en 1884. Ese año se celebró la Feria más corta de la historia. Con toda su parafernalia de músicas, casetas y cachivaches, apenas duró veinticuatro horas. Fue el tiempo exacto transcurrido entre su inauguración y el instante en que el gobernador, a voz en grito durante una reunión convocada de urgencia al amanecer, ordenó suspender los actos y confinar Murcia.
El frente polaco
En otras ocasiones, los problemas estaban más lejos. Mucho más lejos. Curiosamente. En septiembre de 1939 sucedieron para los murcianos dos cosas de interés. La primera fue su Feria de Septiembre, de nuevo convocada tras la lucha fratricida. Y la segunda, el estallido de la II Guerra Mundial. Así que mientras retumbaban los cohetes para recibir a la Patrona, los cañones alemanes hacían retemblar el frente polaco.
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La llegada de la Fuensanta se celebró el 30 de agosto. Unas cincuenta mil personas, bajo un sol de 30 grados, la acompañaron desde su santuario. Apenas unas horas más tarde, miles de alemanes invadían Polonia al mando de Hitler, de quien entonces aún pocos conocían su locura. Ya la conocerían. Como tampoco los murcianos conocían al obispo, Miguel de los Santos Díaz, que tomó posesión de la Diócesis la misma jornada. Estas y otras cosas nos trajo la Feria. A ver qué depara este año.
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