La repatriación olvidada: Cartagena, muelle de la derrota en 1898
En septiembre de 1898 España vivía el luto amargo del desastre colonial. Las últimas posesiones ultramarinas se habían perdido y con ellas se apagaba la ... ilusión de un imperio que durante siglos había marcado el rumbo del mundo. Cuba, Puerto Rico y Filipinas se escapaban de nuestras manos, y el país, herido en su orgullo, debía hacer frente al regreso de decenas de miles de soldados y marinos derrotados, enfermos y exhaustos. Entre los puertos elegidos para recibir a esos contingentes, Cartagena ocupó un lugar destacado. Su Arsenal, su Hospital de Marina y su red ferroviaria permitían canalizar la llegada de tropas, aunque nadie podía prever el drama humano que estaba a punto de inundar las calles de la ciudad.
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Los primeros en volver fueron los supervivientes de la escuadra del almirante Cervera, derrotada en Santiago de Cuba. Tras pasar por prisiones estadounidenses, fueron embarcados hacia España y desembarcaron en el norte, principalmente en A Coruña y Santander. Desde allí, trenes abarrotados trasladaron a los marinos hacia sus respectivos departamentos marítimos, entre ellos Cartagena. No se trataba de un desfile victorioso sino de convoyes fantasmales: uniformes rotos, rostros hundidos, hombres que parecían ancianos pese a su juventud. Los cartageneros que acudieron a recibirlos en la estación contemplaron con lágrimas y un silencio reverente a aquellos marineros que habían soportado la hecatombe en alta mar.
Unos meses más tarde, en diciembre, el protagonismo recayó en la Infantería de Marina. El 2.º Batallón del 3.º Regimiento, con guarnición en Cartagena, regresaba de Cuba tras una campaña desesperada. Lo hicieron a bordo del trasatlántico San Francisco, que atracó en Valencia el 3 de diciembre con 802 repatriados. El día 5, tras desembarcar, la unidad fue conducida por ferrocarril hasta Cartagena. Allí el recibimiento fue diferente: era la tropa de la casa, los hijos del Arsenal, los muchachos del barrio de Santa Lucía, los que habían marchado entre vítores y regresaban maltrechos, pero vivos. En la estación se agolparon madres, esposas y hermanos. Se mezclaban los abrazos con las ausencias imposibles de disimular. El orgullo y la pena convivían en una misma escena.
El episodio más dramático, sin embargo, se vivió en pleno invierno, el 9 de enero de 1899, cuando el vapor Les Andes, procedente de La Habana, entró en el puerto con 1.235 hombres a bordo. Eran ocho jefes, 48 oficiales y 1.179 soldados de tropa. El problema es que más de setecientos venían gravemente enfermos. Cuarenta murieron en la travesía y otro más expiró nada más pisar el muelle. Cartagena, convertida de pronto en hospital de guerra sin haber disparado un tiro, se vio desbordada. El Hospital de Marina no daba abasto. Los pabellones se llenaron hasta el último rincón y hubo que improvisar salas de urgencia en dependencias auxiliares. La Cruz Roja, que hasta entonces apenas tenía presencia real en la ciudad, se movilizó de inmediato. Médicos voluntarios, enfermeras y damas de la sociedad cartagenera acudieron al Muelle con caldos calientes, mantas y ropa limpia. Muchos de los repatriados llegaban descalzos, con los pies vendados en harapos, víctimas de la disentería, del paludismo o de la simple inanición.
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La solidaridad ciudadana fue ejemplar. La prensa local recogía día tras día las colectas organizadas en parroquias, las suscripciones populares y los donativos anónimos. Las bandas de música acudían a la estación a recibir a los convoyes que trasladaban a los menos enfermos hasta sus cuarteles, y los niños lanzaban flores a los soldados que, con paso vacilante, regresaban a una patria que parecía desmoronarse. Era la cara más humana del desastre: la derrota militar se convirtió en triunfo cívico de una ciudad que supo volcarse con sus hijos.
El itinerario del repatriado se convirtió en una rutina macabra. El buque atracaba, se practicaba la inspección sanitaria y en ocasiones la cuarentena en el lazareto de Escombreras. Luego, en el muelle, un primer triaje distinguía a los inválidos que iban directos al Hospital de Marina de los que aún podían sostenerse sobre sus pies. Estos últimos marchaban en columna hasta la estación, donde trenes preparados los conducían hacia otras guarniciones del interior. Los enfermos graves quedaban ingresados, y muchos no saldrían ya con vida. Cartagena se acostumbró en pocos meses a ver funerales diarios, ataúdes alineados en los patios del hospital y lágrimas en las ventanas que miraban hacia el puerto.
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En diciembre, además del San Francisco, otros transportes como el Massilia trajeron de vuelta a batallones de línea, entre ellos el Regimiento «España» n.º 46, que también desembarcó en Cartagena. La ciudad se convirtió así en un nodo estratégico del retorno: buques que llegaban, hombres que caían enfermos en los muelles, trenes que partían hacia el interior, familias que aguardaban noticias en la plaza del Ayuntamiento. El puerto, el hospital y la estación ferroviaria se unieron en un mismo circuito de sufrimiento y esperanza.
Todo aquello dejó una huella profunda. Y la memoria colectiva de la ciudad guardó para siempre la imagen de los convoyes de 1898 y 1899. Décadas más tarde, el Monumento a los Héroes de Cavite y Santiago de Cuba, inaugurado en 1923 frente al Arsenal, cristalizaría en bronce y piedra el recuerdo de aquellos marinos que murieron lejos de casa y de los que volvieron para morir en su patria.
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