Busto de José Martínez Monroy en la cartagenera Plaza de Jaime Bosh.
Fotohistoria de Cartagena

Monroy: la luz que se apagó pronto

Sábado, 6 de diciembre 2025, 07:10

Cartagena, pese a su larguísima tradición cultural, no siempre ha sabido custodiar la memoria de quienes la honraron con su talento. Entre esos nombres que ... la ciudad dejó caer en un silencio injusto figura José Martínez Monroy, un joven cuyo fulgor literario deslumbró a España en pleno siglo XIX y cuya vida, demasiado breve, quedó sin la proyección que merecía.

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Nacido en la calle del Duque, desde niño dio muestras de una inteligencia fuera de lo común. Su precocidad asombraba: hablaba con soltura antes de cumplir el año, y a los nueve ya acumulaba premios de la Sociedad Económica de Amigos del País. Su formación, rigurosa y completa, fue posible gracias a un entorno familiar sólido, atento y profundamente implicado en su educación. Sin ese pilar doméstico habría sido imposible entender la trayectoria que inició después.

Su vida avanzó deprisa, como si intuir que el tiempo no iba a concederle demasiado margen. Tras la muerte de su padre, su madre volvió a casarse con José María Piseti, figura clave para comprender el desarrollo personal y académico del poeta. Piseti actuó como verdadero padre: lo acompañó a Madrid para iniciar sus estudios universitarios, lo sostuvo durante la dureza del aprendizaje y lo protegió durante los primeros síntomas de una salud quebradiza que se convertiría en sombra permanente.

José Martínez Monroy (IA)

La estancia en Madrid fue decisiva. Allí, entre el bullicio intelectual de la capital, Monroy se convirtió en un orador brillante, capaz de intervenir en la Bolsa de Madrid frente a figuras gigantes de la época. Su nombre empezó a circular en periódicos y tertulias, y su estilo; ardiente, lúcido, vibrante, llamó la atención de escritores consagrados. Para Cartagena, aquello representó un orgullo silencioso: un muchacho nacido en sus calles estaba dejando huella en la capital cultural del país.

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Pero junto a su genio avanzaba su enfermedad. Los desplazamientos, el esfuerzo constante y la presión académica deterioraron su salud hasta obligarlo a regresar a Murcia y, más tarde, a la casa familiar en La Palma. Allí pasó largas temporadas intentando recuperarse, acompañado siempre de su madre y su padrastro, que buscaron sin descanso algún alivio. Finalmente, fue traído de nuevo a Cartagena para intentar mejorar con el clima benigno del puerto, pero ya era tarde. Murió el 22 de septiembre de 1861, con apenas veinticuatro años.

La ciudad respondió con una emoción que los documentos conservan con riqueza. El entierro fue multitudinario, profundo, sincero; Cartagena lo acompañó como a uno de los suyos, consciente de que se apagaba una luz precoz. En su nicho, aún localizable hoy, reza únicamente su nombre: José Martínez Monroy. Ninguna floritura más. Una austeridad que, paradójicamente, subraya su grandeza.

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Tumba del poeta Monroy en el Cementerio de los Remedios

Tras su muerte, la valoración crítica fue inmediata y contundente. Castelar lo situó en la inmortalidad junto a Espronceda y Quintana; Hartzenbusch celebró su talento con palabras que todavía conmueven. Para quienes leyeron aquella primera edición póstuma de sus poesías, Monroy aparecía como un espíritu destinado a una carrera literaria fulgurante. Y, sin embargo, el paso del tiempo hizo lo que tantas veces ocurre en Cartagena: la memoria se diluyó, las generaciones lo dejaron atrás y su figura quedó arrinconada hasta casi desaparecer.

Pero insistiré, fue su familia la que no solo lo formó, sino que sostuvo su vocación y su aspiración intelectual. Allí se forjó su disciplina, su conciencia, su sensibilidad y su sentido moral. En esa casa se alimentó la cultura que luego desplegó en Madrid. La familia Martínez de Lezuza y García de Monroy representaba la burguesía ilustrada cartagenera que supo unir tradición, estudio y vocación de servicio público. Y recuperar hoy a Monroy implica también reconocer ese modelo familiar que sostuvo buena parte del tejido cultural de esta ciudad en el siglo XIX.

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Monroy no era un autor localista, ni un escritor de salón: fue un cartagenero universal que nació en nuestras calles y que, desde ellas, encaminó sus pasos hacia una literatura que aspiraba a transformar su tiempo. Su obra marcada por ese Romanticismo nuestro, tan intenso y algo fronterizo con el Neoclasicismo, mezcla el arrebato y la reflexión, la naturaleza y la política, la angustia existencial y el entusiasmo por la libertad. En él conviven el poeta, el ciudadano y el joven rebelde. En poemas como El genio, Toledo, El cielo, Canto del proscripto o Canto del águila late un espíritu que habría dado mucho más si la tuberculosis no lo hubiera detenido en seco.

La firma de Monroy

No podemos seguir permitiendo que su nombre permanezca en el margen. José Martínez Monroy simboliza una verdad incómoda: Cartagena ha producido genios, pero los ha dejado escapar, los ha olvidado o los ha recordado tarde. Recuperarlo no es un gesto erudito. Es un acto de justicia histórica y, sobre todo, una lección de identidad. Porque Monroy nos recuerda que esta ciudad fue cuna de talentos brillantes, capaces de iluminar España, y que nuestra obligación como ciudadanos y como herederos de su legado es no repetir el silencio que lo sepultó durante generaciones.

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Cartagena debe devolver a Monroy a su propio panteón de hijos ilustres. Solo así ese joven que «sintió, amó y cantó», como dijo Castelar, ocupará el lugar que siempre mereció: el de un cartagenero universal cuya obra y cuya vida fueron ejemplo de lo que esta tierra, cuando quiere, es capaz de dar.

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