San Francisco Javier entre las víctimas de la Peste en Goa. | Santa Rosalía de Palermo, la ermitaña que protege de la peste.
Fotohistoria de Cartagena

Cartagena frente a la peste: fe, unidad y dos patronos más

Sábado, 18 de octubre 2025, 08:12

En Cartagena cada página de la historia no es un simple recuerdo polvoriento: es un peldaño más en la construcción de nuestra identidad. Lo que ... fuimos sigue resonando en lo que somos, y lo que somos no se entiende sin esos ecos de calamidad, fe, resistencia y esperanza que jalonan los siglos. Hoy toca detenernos en otros dos nombres que el pueblo cartagenero, a través de su Concejo, colocó en el altar mayor de su confianza: Santa Rosalía y San Francisco Javier, patronos invocados en medio de la peste que azotó la ciudad en 1676 y 1677.

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La peste llegó a Cartagena como un enemigo invisible. Desde la primavera de 1676 ya se sospechaba de la naturaleza contagiosa de la enfermedad, y el 24 de junio, fecha en la que de tiempo inmemorial se celebraba el cabildo de San Juan para elegir los cargos municipales, no hubo sesión alguna: los regidores huyeron. El 10 de julio apenas se reunieron tres regidores y el alcalde para leer una Real Provisión con medidas preventivas. Cartagena, despoblada y aterrada, se refugiaba en el campo mientras la ciudad quedaba sumida en un silencio fantasmal. La peste desarticuló la vida urbana: se suspendieron ferias, oficios y cabildos; se cerraron accesos, se instalaron hospitales provisionales en Santa Lucía y en la ermita de San José, se vigilaron entradas y salidas y se estableció un cordón sanitario en la rambla del Albujón, con guardas a pie y a caballo que tenían órdenes severísimas. No se trataba solo de evitar contagios, sino de contener a los refugiados procedentes de Murcia, donde la epidemia golpeaba con mayor virulencia.

En ese contexto, el Ayuntamiento, 'nemine discrepante', votó el 22 de julio de 1676 proclamar a Santa Rosalía como abogada contra la peste. Un sacerdote cartagenero, que quiso mantener el incógnito, entregó al alcalde mayor una reliquia de la santa palermitana, cuya fama de intercesora contra la peste se había extendido desde Nápoles y Sicilia. El obispo de la Diócesis, don Francisco de Rojas y Borja, ratificó el voto y autorizó la fiesta anual. Pero la angustia no remitía. El 12 de agosto, inspirados por los milagros atribuidos a San Francisco Javier en la epidemia de Nápoles de 1655, los regidores decidieron sumar al apóstol misionero como patrono y abogado de la ciudad, inscribiendo su fiesta en la tabla municipal y encargando una imagen que presidió durante siglos la iglesia de Santa María de Gracia. Así, Cartagena se amparó en dos nuevos patronos, y lo hizo no como un gesto folclórico, sino como un compromiso colectivo de fe y unidad en medio del desastre.

Las medidas dieron resultado, así lo creyeron algunos. El 21 de mayo de 1677 Cartagena pudo declarar oficialmente que la epidemia había terminado. El júbilo fue general: se celebraron fiestas religiosas, salvas de artillería con un quintal de pólvora comprado para la ocasión y corridas de toros en junio. La ciudad escenificaba así, con pólvora y música, que la vida podía reanudarse.

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La peste de 1676 y 1677 no fue un fenómeno aislado. En todo el sureste peninsular, desde Murcia hasta Orihuela y la huerta valenciana, los concejos levantaron cordones sanitarios y clausuraron caminos. En el Mediterráneo, Malta había sufrido en 1675 una epidemia devastadora que puso en alerta a todos los puertos. Cartagena formó parte de esa red de ciudades que, con escasos recursos pero con disciplina, aprendieron a contener el mal con cuarentenas, hospitales de campaña y controles estrictos. La diferencia fue que aquí la memoria colectiva se encarnó en votos solemnes que todavía hoy resuenan en nuestra identidad.

Y es inevitable, al leer estas actas del siglo XVII, pensar en nuestra experiencia reciente con la pandemia de la covid-19. Salvando las enormes diferencias de época y de conocimiento científico, hay paralelismos que sorprenden: entonces se cerraron accesos y se levantaron cordones; ahora hablamos de confinamientos perimetrales. Entonces se levantaron hospitales provisionales en ermitas y casas, hoy se medicalizaron pabellones y se improvisaron UCI. Entonces la respuesta fue fe, rogativas y procesiones votivas; hoy han sido la ciencia y las vacunas. Pero en ambos casos, Cartagena vivió el mismo sentimiento: miedo, ruptura de la vida cotidiana y la necesidad de unirse como comunidad para sobrevivir.

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De aquella peste quedó más que dolor, quedó un aprendizaje. Cartagena comprendió que la salud pública se ejerce con autoridad y organización, que la cohesión cívica no es retórica, sino supervivencia, y que cada crisis deja una huella moral y cultural que fortalece a la comunidad. La elección de Santa Rosalía y San Francisco Javier como patronos es, en realidad, un espejo de lo que significa ser cartagenero: convertir la desgracia en símbolo, el sacrificio en memoria y la fe en identidad.

De ahí nace nuestra obligación presente: proteger, estudiar y poner en valor este patrimonio, convertirlo en recurso cultural, turístico y económico, como compensación a tanto sacrificio. Cartagena es memoria y es resistencia, y que incluso en los momentos más oscuros, la fe y la unidad pueden sostener a todo un pueblo.

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