El alma murciana de Cataluña

Unos 200.000 residentes en la comunidad catalana son murcianos o descendientes de una inmigración que registró tres grandes oleadas el pasado siglo. No olvidan sus raíces, pero ven con preocupación la brecha social que podría acabar fracturando la sociedad en la que están plenamente integrados, y de la que desmontan muchos mitos cuando regresan a la Región

Guillermo Hermida

Lunes, 5 de octubre 2015, 11:51

Si usted se para a las puertas de la Sagrada Familia y comienza a preguntar por las raíces de los que por allí pasan -excluyendo a los turistas extranjeros-, las casas de apuestas deberían pagarle 38 euros por cada uno que apostara a que la primera persona a la que pregunte respondería «Murcia». La diáspora murciana inundó Cataluña en tres oleadas distintas a lo largo del pasado siglo, y hoy en día es difícil no toparse con algún murciano de raíz por las calles de Barcelona. En concreto, tiene usted una posibilidad entre doscientas de hacerlo.

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Porque, atendiendo a las estadísticas oficiales, 42.733 nacidos en la Región residen en alguna de las cuatro provincias catalanas, la mayoría (36.257) en la de Barcelona. Y en la Ciudad Condal hay censados 8.372. Pero los datos 'ocultan' a los catalanes de ascendencia murciana, cuyos abuelos ayudaron a construir las primeras líneas del metro y los pabellones de la exposición universal hace ya casi un siglo. O a los que, llegados desde Lorca, Cieza, Archena, La Unión, Mazarrón o Puerto Lumbreras engrosaron las plantillas de las pujantes empresas textiles y crearon 'pequeñas murcias' -como Ca'n Oriat, en Sabadell- en el cinturón industrial de Barcelona tras la Guerra Civil.

Según distintas fuentes consultadas, la huella murciana en Cataluña alcanzaría las 200.000 almas, de las que la mitad estarían radicadas en la capital, Barcelona. De hecho, la primera casa regional ubicada allí fue la murciana, que por entonces -1929, con Primo de Rivera en el poder- también era la de Albacete. Hace apenas una semana, los viandantes que pasaban frente a su fachada modernista -el edificio en que se ubica, en la calle de Bailén, está catalogado de interés histórico-, podían escuchar unos estruendosos «¡viva la Virgen de la Fuensanta!». En el interior, abarrotado de socios y simpatizantes, la archenera y exconcursante de MasterChef, Mireia Ruiz -ataviada con moño de picaporte, refajo y pololos- pronunciaba el pregón en honor a la patrona murciana. Apenas a cuatro manzanas de la Sagrada Familia y a dos de la Diagonal, en presencia de las autoridades municipales y de la Generalitat.

«Hay muy buena relación con las instituciones, a las que siempre invitamos a esta celebración», explica el actual presidente de la Casa de Murcia, el ojetero Emiliano Bermúdez. Medio millar de socios activos y casi 4.000 simpatizantes dan fe de la pujanza de la casa, de la que Albacete se desgajó hace apenas cuatro años. Bermúdez, que impuso la Medalla de Oro de la institución durante la mismísima Diada al presidente regional, Pedro Antonio Sánchez, no tiene reparos sin embargo en criticar cierto «abandono» por parte de las instituciones murcianas. «Esto no es algo antiguo y casposo, sino que defendemos la cultura de nuestra región. Y no nos dan ni los buenos días», asegura este profesor de Marketing Estratégico de la Universidad de Barcelona.

Desmontando tópicos

Después de 31 años en Cataluña, Bermúdez contempla con cierta preocupación la deriva independentista, que, según él, «comenzó a gestarse con el fallido Estatut» y se ha visto reforzada por la crisis económica. «¿Qué hemos hecho para que cuando solo el 25% de la población catalana es autóctona el apoyo a la independencia es de casi el 50%?», se pregunta. La respuesta, en la que coincide con muchos de los consultados, es que la discusión se ha alejado ya del territorio de la razón, y ahora navega en el de los sentimientos y las vísceras. «Y ahí los independentistas se mueven como pez en el agua», sentencia Bermúdez.

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Donde también coinciden muchos de los murcianos residentes en Cataluña es en desmontar algunos de los tópicos y lugares comunes con los que familiares y amigos les 'bombardean' durante sus regresos a la Región. «Nunca he tenido problemas con el idioma», desvela María Paz Ortuño, una yeclana que en 1980 hizo las maletas para hacer Filología Hispánica en la Universidad Autónoma. «Vine porque me gustaba el profesorado, y luego, como era relativamente fácil encontrar trabajo, ya me quedé», explica. Ortuño, hoy jubilada, llegó a dirigir el departamento literario de la editorial Crítica, ahora integrada en el Grupo Planeta.

La independencia y las elecciones que hoy se celebran tampoco son omnipresentes en el día a día de los catalanes. «Se habla más de fútbol y de lo cotidiano», señala Ortuño. «Desde fuera parece que estamos todo el día con eso... y para nada», explica Javier Hidalgo Jiménez, que cambió la avenida Juan Carlos I por el Ensanche barcelonés para poder estudiar Medicina en la Universidad Autónoma de Barcelona. A sus 20 años, es casi ya un trotamundos, ya que antes de por Barcelona pasó por Salamanca un año para comenzar Enfermería. «Me impresionó mi primera Diada, con la ciudad volcada, toda esa gente y todas las esteladas. Pero me pareció que lo que era una fiesta se ha convertido ya en algo muy político... y no me gustan los extremismos», asegura.

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Las clases las recibe tanto en castellano como en catalán, un idioma que está aprendiendo: «Me apaño por ahora, incluso estudio con apuntes en catalán», explica. Se siente bien acogido y él realiza un esfuerzo por integrarse. Pero no hace muchas décadas aún se alzaban voces desde el nacionalismo más montaraz que alertaban de la «disolución» de la identidad catalana merced a la masiva inmigración. Aunque el término «charnego» proviene de los tiempos en los que la emigración que inundaba Cataluña era francesa y occitana, en pleno siglo XVI. El término resucitó para tachar, despectivamente, a los «inmigrantes de una región española de habla no catalana», según la propia Real Academia de la Lengua. A pesar de este carácter despectivo, incluso Serrat, Carod-Rovira o Maragall se declararon charnegos recientemente, reivindicando una situación de normalidad social.

«Esta es una sociedad abierta y acogedora a la que unos pocos están abocando a sufrir una herida, una brecha que va a ser difícil de restañar», señala Emiliano Bermúdez. Perfecto catalanohablante, el profesor siempre ha dado clase en castellano sin ningún problema. Un caso similar al del archenero Martín Ríos, que corrige sin pestañear los exámenes en catalán que le entregan -«cada vez más», puntualiza- sus alumnos de Estadística y Matemáticas de la Universidad de Barcelona. «Llegué como profesor en 1979, y considero ya a mis tres hijos como catalanes». Sobre el castellano en sus clases, Ríos nunca ha tenido que apelar a la libertad de cátedra: «Los alumnos son conscientes de que vienen a estudiar, y en general no hay demasiado activismo en la universidad, más allá de alguna huelga puntual», afirma.

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Tibieza intelectual

Esa cierta tibieza de las élites intelectuales también la percibió en su momento la editora Ortuño, que llegó a trabar amistad con grandes autores, como Ana María Matute: «Los intelectuales deberían haber dado un paso antes de que esto se desbordara. Hay mucho silencio, y lo malo es que es solo por una parte. No había ganas de meterse en discusiones que se alejan de la razón y entran de lleno en lo emotivo», apunta. «Todo el mundo está tibio», explica el profesor Ríos. Asegura que por ahora no hay «etiquetas», pero al tiempo reconoce que si en el ámbito universitario aspirara a lograr un cargo, «eso ya sería otra cosa».

Donde unos ven obstáculos, otros atisban oportunidades de crecimiento. A sus 33 años, María Teresa Pay acaba de cumplir nueve en Cataluña. «Me licencié en Ingeniería Química en la Universidad de Murcia y acabé haciendo aquí el doctorado», explica desde el Barcelona Supercomputing Center, un centro de cálculo que suma la potencia equivalente a 48.000 ordenadores de sobremesa actuales.

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Aún así, exprime cada byte, ya que su campo de investigación es la creación de modelos sobre la contaminación del aire, algo similar en complejidad a las predicciones meteorológicas. «Aquí hay más probabilidades de proyección internacional», señala. Y ella sabe algo de eso, ya que antes de en la Universidad Autónoma de Barcelona estuvo investigando en la prestigiosa École Polytechnique de París. «De momento, no me planteo volver. Y además, mi pareja es de aquí», explica.

Con él habla en castellano, aunque reconoce que lo intentaron en catalán. «Pero al final hablas en el idioma en el que te enamoraste», explica la investigadora, que nada más llegar a Barcelona se apuntó a clases de catalán y se obligó a ver la televisión en dicha lengua. «Lo que pasa es que en mi ambiente acabo hablando inglés», señala. Pay asegura que sus colegas extranjeros «están sorprendidos por el proceso independentista» y no lo entienden: «Yo creo que todo esto es una cortina de humo para desviar el foco de lo que realmente importa resolver, como la educación, la sanidad o el desempleo», afirma.

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La economía se ha contrapuesto a ese sentimiento visceral. Apelar a la cabeza y a la cartera para contrarrestar la visceralidad del mensaje. «¿Con qué creen que se van a pagar las pensiones o el petróleo? ¿Con una moneda que se llame 'pujolets'?», se pregunta el profesor Bermúdez. «Saben perfectamente el desastre que supondría la independencia, no están ciegos, pero aún así siguen adelante. Su estructura de comunicación es perfecta, y desde este lado, solamente se ha respondido con el discurso del miedo», zanja. «Había una especie de silencio para evitar la crispación, y ese silencio lo han llenado con su mensaje», apunta el profesor Ríos. «No somos ni nos consideramos emigrantes, porque eso sería reconocer que salimos de nuestro país a otro. Y eso no es así», afirma.

Ninguno de los consultados contempla la hipótesis de una declaración de independencia, por lo que no responden a la pregunta de si volverían a Murcia si algo así pasara. Las raíces son profundas, pero las más dolorosas de arrancar serían las que acaban de brotar. «El 28 creo que todo va a seguir igual», señala Bermúdez, que lamenta que la movilización de los constitucionalistas haya sido tan tardía. Eso sí, salvo los que aún no pueden por motivos legales, todos los consultados para este reportaje tenían claro que hoy iban a acudir a las urnas. Uno de los que no podrá es el estudiante Javier Hidalgo, quien todavía echa de menos a la gente de su pandilla. A sus 20 años, y echando horas en un hotel para ayudar a pagar su carrera de Medicina, aún no se ha empadronado... ni echado novia: «Ni aquí ni allí», asegura, «y eso que aquí hay nivel». Eso sí que es independencia.

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