Nacho García/ AGM

Sanitarios: Un año y medio de lucha frente a la pandemia

De los aplausos a la soledad bajo el EPI

Sábado, 9 de octubre 2021, 01:42

El 31 de diciembre de 2019, mientras toda España se afanaba en preparar la cena de Nochevieja, la jefa del servicio de Epidemiología de la Consejería de Salud, la doctora María Dolores Chirlaque, recibió un 'email' con una alerta. Las autoridades chinas acababan de hacer pública la existencia de 27 casos de una neumonía vírica de origen desconocido en la ciudad de Wuhan, y la Sociedad Internacional para las Enfermedades Infecciosas lanzó inmediatamente un aviso en red. La comunidad científica está relativamente acostumbrada a manejar informaciones de este tipo, así que no se trataba, necesariamente, de la llegada del apocalipsis. Chirlaque celebró la llegada de 2020 y se tomó las uvas como todo el mundo, sin llegar a imaginar que en el nuevo año le esperaba el mayor desafío de su carrera profesional. Durante los días siguientes circularon noticias que apuntaban a una nueva variante del SARS-Cov, un coronavirus que en 2003 provocó algo más de 700 muertos en varios brotes registrados en China y otros países.

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«Hubo algunos casos en Europa, pero aquello se consiguió frenar. En un principio, pensé que nos enfrentábamos a algo similar», confiesa Chirlaque. Enrique Bernal, especialista en Infecciosas del Reina Sofía, tuvo la misma percepción. «Teníamos la experiencia del SARS y también del MERS (otro coronavirus que se propagó entre 2012 y 2013 por los países del Golfo Pérsico)», recuerda. Pero cuando comenzó a leer informaciones sobre un nuevo hospital construido a toda prisa en Wuhan, una ciudad que quedó sometida a un estricto confinamiento, se dio cuenta de que aquello tomaba otro cariz. Después llegaría el salto a Italia, los primeros casos en España y la sensación de que se avecinaba un tsunami. «Empecé a llamar a amigos de hospitales en Madrid y otras ciudades, y ya estaba claro que aquello no era una gripe, sino un virus mucho más agresivo y con mayor letalidad», relata Bernal.

Sanitarios atienden a un paciente de Covid en la UCI del Morales Meseguer. nacho garcía / AGM

El Reina Sofía, como el resto de la red sanitaria regional, comenzó a prepararse para lo peor. En Ronda de Levante, donde se encuentran las dependencias del servicio de Epidemiología y la Dirección de Salud Pública, se temía ya una catástrofe inminente. El despacho de María Dolores Chirlaque se llenó de pizarras en las que se acumulaban más y más casos sospechosos, hasta que en la madrugada del 8 de marzo llegó el primer positivo en una PCR. «No teníamos infraestructura para una pandemia como la que se nos venía encima, aquello nos desbordaba». Todo el equipo de Salud Pública se puso en zafarrancho de combate. No había horarios, ni descansos. «Dejé de fichar -confiesa Chirlaque- porque entraba a las ocho de la mañana y me iba a las doce de la noche». Los profesionales desayunaban, comían y hasta cenaban en las salas desde las que monitorizaban la pandemia, a base de bocadillos. El esfuerzo de cada uno de los departamentos consiguió ir supliendo las carencias que, de repente, quedaban en evidencia. No había programa informático para poder realizar rastreos, hasta que los técnicos consiguieron dotar a Vigilancia Epidemiológica de esta herramienta. El personal era claramente insuficiente. Después llegarían los refuerzos.

En los centros de salud y en los hospitales se contuvo el aliento, hasta que en abril se constató que la Región de Murcia había sorteado el peor de los escenarios. Pero la pandemia apenas acababa de empezar. «Lo peor de aquel momento fue la incertidumbre, el desconcierto absoluto. Tuvimos que dejar de hacer lo que habíamos hecho siempre y reorganizarnos», recuerda Noelia Palazón, responsable de Enfermería del centro de salud Murcia Centro. Afrontaban la llegada del virus sin equipos de protección. «Teníamos una mascarilla para varios días. La Asociación de Vecinos de Santa Eulalia nos compró gafas de protección en las ópticas, y la Asociación de Comerciantes nos donó tela para las batas. Se volcó el barrio entero».

La enfermera Alba Muñoz, tras una intensa jornada en las camas Covid de la UCI de La Arrixaca. enrique martínez bueso

Como el resto de España, la Región vivía en una auténtica distopía, con las calles vacías y un silencio espeso, cargado de miedo. «Teníamos que seguir haciendo atención domiciliaria -cuenta Noelia-; pero la gente estaba asustada. Impresionaba caminar por la ciudad desierta. Cuando llegábamos a las casas, algunos pacientes no querían que entrásemos, los atendíamos desde la puerta».

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Casi todo cerró, pero las farmacias continuaron abiertas. Se convirtieron en el lugar al que muchos pacientes acudían a consultar dudas. Reyes Menárguez, que regenta una oficina de farmacia en Alcantarilla, se puso a buscar mascarillas debajo de las piedras. «Soy muy racional, no me cabía que las distribuidoras pudiesen quedarse sin material, pero así ocurrió». Para proteger a sus cuatro empleados, instaló mamparas y 'reciclaron' las mascarillas disponibles, «echándoles un poco de alcohol por las noches».

Profesionales del 061 trasladan a un paciente, en el acceso al servicio de Urgencias de La Arrixaca. javier carrión / agm

Después, el estado de alarma terminó y toda la Región se lanzó a celebrar un verano durante el que la pandemia pareció remitir. Pero solo lo hizo para volver con más fuerza, de la mano de la segunda ola. Y, más tarde, llegaría la tercera, absolutamente devastadora. La UCI del Santa Lucía, con 27 camas, se vio desbordada en el mes de enero, como el resto de unidades de cuidados intensivos. «Se habían abierto otras 16 camas en el Rosell, pero tampoco fue suficiente. Llegamos a tener a 67 pacientes de Covid», recuerda José Manuel Allegue, el jefe de la UCI. Gracias a Anestesia y Reanimación, entre otros servicios, se pudo afrontar la avalancha. Los sanitarios de Cuidados Intensivos, como los de las plantas Covid, los servicios de Urgencias o el 061 han afrontado jornadas agotadoras mes tras mes, sudando a mares bajo los equipos de protección (EPI). «Todos tenemos familia, y al principio había miedo al contagio, claro. Pero después nos organizamos y, una vez que estábamos protegidos, ese miedo desapareció», recuerda Isabel Martínez, enfermera de la planta de Medicina Interna en el Morales Meseguer. Pero a la incertidumbre inicial le siguió el estrés y el agotamiento físico y emocional. «Ha sido difícil afrontar la soledad de los pacientes. Al principio se comunicaban únicamente por teléfono con las familias. Luego, ya tuvimos 'tablets'. También se empezó a permitir el acceso de algunos familiares de pacientes que estaban en una situación terminal, pero no siempre era posible. A veces, la familia entera estaba contagiada». Isabel y sus compañeros enfermeros, auxiliares de Enfermería, celadores o médicos trataban entonces de arropar lo máximo posible al enfermo. «Siempre hemos intentado estar ahí, cogiéndolos de la mano. No han muerto solos, pero era imposible cubrir ese hueco de la familia».

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Los sanitarios saben que la muerte forma parte de la realidad de un hospital, pero una pandemia de estas características es algo diferente. En enero y febrero, centenares de pacientes graves luchaban por sus vidas. «Llegamos a tener 192 ingresados por Covid -recuerda Enrique Bernal-; impresionaba ver la cantidad de pacientes que llegaban, y los fallecimientos. Tuvimos 25 muertes en una semana». El especialista en Infecciosas del Reina Sofía recuerda la especial dureza de las guardias. «De repente se podían poner mal 4 o 5 enfermos a la vez; o actuabas rápido o se te morían».

La impotencia por no poder frenar aquello la sentía, muy especialmente, María Dolores Chirlaque. «Lo de la Navidad fue la crónica de una muerte anunciada. Cuando teníamos aquellas tasas de incidencia altísimas, ya sabíamos que pese a las medidas iba a morir mucha gente. Era una sensación terrible, de rabia e impotencia».

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En los centros de salud, la pandemia ha dejado en evidencia las carencias y el déficit de profesionales. María García, médica de familia en Lorca Sur, se confiesa agotada. «Nunca en mi vida había sentido esta necesidad de coger vacaciones, ya no puedo más. Llevo año y medio saliendo más tarde de la consulta, pero ves que no llegas, que es imposible. Y te preguntas qué haces con tus pacientes diabéticos, o con patologías crónicas», reflexiona. La Atención Primaria está saturada desde el verano de 2020, cuando comenzaron a producirse brotes entre los trabajadores agrícolas de Lorca, lo que llevó a un largo confinamiento perimetral de la localidad. «Llegué a tener 30 pacientes con Covid a los que había que hacer un seguimiento telefónico diario. A eso súmale los casos sospechosos, y el resto de actividad. Te ibas a casa a las seis de la tarde y seguías trabajando. A las nueve o diez de la noche estabas revisando analíticas». Por eso, le irrita especialmente que todavía haya quien diga que «los centros de salud estaban cerrados, porque no es así».

«Siempre hemos intentado estar ahí, cogiéndolos de la mano. No han muerto solos, pero era imposible cubrir ese hueco dela familia»

Muchos sanitarios han percibido una evolución social, desde una emocionante solidaridad inicial que cristalizó en los aplausos a las ocho de la tarde, hasta el rechazo a los mensajes de prudencia e incluso una cierta hostilidad. «Da un poco de tristeza -confiesa Isabel Martínez-; al principio esto era una lucha común, de todos, pero luego eso se ha ido olvidando. A veces daba la sensación de que estábamos trabajando para nada, que esto no iba a parar nunca».

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Desde el inicio de la pandemia se han contagiado más de 4.880 trabajadores de la sanidad pública y privada en la Región: 1.300 auxiliares de Enfermería, 1.250 enfermeros, 620 médicos, 180 celadores, 190 técnicos sanitarios, 150 fisioterapeutas, 80 farmacéuticos y decenas de profesionales de diferentes categorías.

Una farmacéutica sonríe en la puerta de su establecimiento, en Murcia, durante el primer estado de alarma. javier carrión / agm

José Antonio Torres, enfermero de 61 años, siguió atendiendo a sus pacientes en los consultorios de Valladolises y Lobosillo pese a que sufría problemas vasculares y otros factores de riesgo. Falleció en diciembre en la UCI de La Arrixaca. El Hospital del Noroeste se vio conmocionado en febrero por la muerte, con apenas unos días de diferencia, del ginecólogo Ramón Serna y del internista Blas González. El virus también se cobró las vidas de Juan Antonio Mingorance, médico militar retirado que ejercía en el Centro Médico de la Caridad; Mariano Valdés, exjefe de Cardiología de La Arrixaca; y Nerio Valarino, médico del servicio de Urgencias del hospital Quironsalud.

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En total, cinco trabajadores del Servicio Murciano de Salud han fallecido por Covid: dos médicos, un enfermero, un auxiliar de Enfermería y un documentalista. También han perdido la vida cuatro médicos que trabajaban en la privada.

El impacto de la Covid en el colectivo sanitario ha sido enorme. La pandemia deja una huella en los profesionales y en el sistema sanitario que todavía está por calibrar. Los aplausos de las ocho terminaron hace tiempo, pero su eco no debe apagarse.

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Dos sanitarios se comunican a través de un cristal en la UCI del Santa Lucía. antonio gil / AGM
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