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Una niña golpea con estilo una pelota en una de las dos academias que una asociación hispanofrancesa ha abierto en Sudáfrica con la ayuda de mecenas privados.

¡Frontones en Sudáfrica!

El frontball, un híbrido entre la pelota a mano española y la estadounidense, ha llevado a huérfanos de Johannesburgo y a refugiados palestinos la sonrisa, la ilusión y una valiosa enseñanza: los muros también unen

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Lunes, 30 de mayo 2016, 11:59

La historia de la Humanidad está llena de chorros, maquiavelos y estafaos, como decía el tango, y, prácticamente al mismo nivel, de pelotaris de las más inesperadas épocas y procedencias. A saber, los ha habido aztecas -una estirpe tan entregada al juego (el 'pok a tok') que los perdedores debían dejar allí mismo la cabeza, literalmente-, del Antiguo Egipto, del país del sol naciente e incluso griegos, entre los que Alejandro Magno, dicen, exhibió maneras. A troche y moche es como los galenos romanos prescribían su práctica, lo mismo a siervos que a senadores, que al César de turno, por tratarse de un «ejercicio saludable». Diseminado en el Viejo Continente por los legionarios del Imperio, para la Edad Media, los franceses con el Jeu de Pome -antecesor del tenis-, los belgas y los italianos andaban ya más que picados. La Península Ibérica no fue una excepción. Su práctica causó enseguida verdadero furor. Tanto es así, que en 1931 los valencianos liaron sin saberlo su primera mascletá en protesta por el bando dictado para decretar su prohibición. Desde entonces, allí no han perdido la afición. Tampoco en el País Vasco, que en el siglo XIX cambió el rebote y el juego largo por la cesta y la pala, aunque todavía hoy se mantienen en muchas localidades como sacrosanta liturgia semanal. Más aún en Navarra, con la mayor cantera nacional de profesionales y con un censo de frontones que ronda la friolera de 660.

Ahora que el omnipresente fútbol parecía haber pasado el rodillo por esta disciplina deportiva y por tantas otras, la pelota ha vuelto a abrir una brecha para colarse con vigor renovado en las más insospechadas comunidades. Desde la sudafricana a la mexicana, pasando por la palestina. Pero, ¿cómo ha llegado hasta allí?, ¿quiénes son los nuevos pelotaris?, ¿qué les ha aportado este juego? Por extraño que resulte, las respuestas hay que buscarlas en las calles de la Gran Manzana. En concreto, en los barrios del Bronx, de Brooklyn y de Harlem. «En la ciudad de Nueva York tenemos aproximadamente 2.500 canchas públicas de handball (la versión norteamericana de la pelota, que se juega en un frontis, sin pared izquierda). Siempre ves gente jugando en ellas, pero en los meses de verano están abarrotadas», da fe a este periódico Albert Apuzzi, un farmacéutico de Brooklyn y, también, una de las mayores figuras de ese deporte en Estados Unidos durante la década de los ochenta y de los noventa, cuando sumó más de veinte títulos nacionales.

Se estima que en el país del béisbol y del fútbol americano hay cerca de tres millones de practicantes del handball gaélico. Se lo deben a las oleadas de inmigrantes irlandeses que, allá por finales del siglo XIX, desembarcaron en el Nuevo Mundo huyendo de una pavorosa hambruna. Precisamente, uno de aquellos refugiados, un tal Phil Casey, fue quien levantó, en 1882, el primer recinto de Nueva York. Lo construyó en Brooklyn, el barrio favorito de Woody Allen. Tenía una cancha de diez metros de ancho, un frontis de ladrillo y tres paredes de cemento. Su 'arquitecto' se convirtió en uno de los pelotaris más reconocidos de todos los tiempos y la disciplina pronto se extendió entre los judíos y otras etnias blancas. Su despegue definitivo, en la década de los años treinta, se lo debe a las devastadoras consecuencias de la Gran Depresión, cuando el Ayuntamiento de la megalópolis mandó construir frontones a discreción. A cambio de una inversión irrisoria, mantendría entretenidos a los ejércitos de transeúntes sin ocupación ni hogar que deambulaban como fantasmas por una urbe colapsada.

«Este deporte ha sido visto como una disciplina local hasta hace una década, cuando, coincidiendo con el 'boom' de internet y de las redes sociales, se empezó a popularizar dentro y fuera de nuestro país», cuenta Apuzzi, el Retegui neoyorquino. Tanto es así que, por ejemplo, uno puede ir a echar un vistazo a las canchas de la West 4th Street y encontrarse a toda una figura de la NBA como Blake Griffin (ahora en la plantilla de Los Ángeles Clippers) practicando la pelota con la estrella local Timbo González, con el fin de «mejorar la coordinación ojo-mano y ganar velocidad».

La fiebre de Broadway

Hasta Askain, en el País Vasco francés, cuna de grandes pelotaris, llegó hace unos años el chasquido de las pelotas contra los frontis de Nueva York. Allí, Jean-Michel Idiart, un especialista en marketing deportivo, pensó que tenía que ver con sus propios ojos la efervescencia de este deporte a la sombra de las luces de Broadway. El espectáculo urbano le resultó tan fascinante como inspirador y regresó a casa decidido a aprovechar la fiebre de un lado y otro del Atlántico para fusionar ambos estilos en algo universal. Mano a mano con Jean-Claude Biscouby, un jugador que fue siete veces campeón de Francia, y con el también pelotari Christophe Mariluz, con los que impulsó el circuito EPB (Elite Pelote Basque) y el de Mano trinquete entre 2002 y 2009, los tres amigos alumbraron el frontball.

El resultado de este «punto de intersección» entre los juegos de pelota a mano que se practican en el mundo es una disciplina «sencilla, accesible y muy explosiva desde el punto de vista físico», expone Idiart. Como publicita el lema de la asociación que preside, 'una pelota, una pared', su característica principal radica en que se juega en un solo muro con chapa, sin paredes laterales, y sobre una cancha de 7,5 metros de ancho por 11 metros de largo. «La diferencia fundamental con respecto a la pelota vasca está precisamente en la pelota. Aquí utilizamos una de cuero de 70 gramos de peso, mientras que la que se emplea en los frontones vascofranceses puede llegar a 105. Su diámetro es también algo inferior con el objetivo de permitir un juego sin apenas protecciones y facilitar que se incorporen a él mujeres y niños», detalla el promotor.

En tromba es como se ha unido el colectivo menudo al frontball desde que sus progenitores intuyeron su extraordinario potencial para regenerar áreas urbanas degradadas y se lo empezaron a servir en bandeja. «A diferencia de otros deportes, este no necesita grandes infraestructuras y se puede jugar tanto en espacios interiores como exteriores. Cualquier muro, en cualquier parte del mundo, es una superficie potencial de juego y cualquier niño se adapta de manera natural a sus reglas. Cuando lo pensamos así, inmediatamente me vinieron a la cabeza los muros de Palestina».

Hasta allí se trasladó Idiart para probar el experimento con la ayuda de varios mecenas privados y la complicidad de la ONU y del consulado galo en Jerusalén. Bautizado hoy como 'My wall is your wall' (Mi muro es tu muro), el proyecto ha aportado una brisa fresca y esperanzadora a Fawwar, un pequeño campo de refugiados localizado al sur de Hebrón, en el que malviven 9.000 árabes desde 1948. En la Open Wall Academy (Academia de Muros Abiertos), sesenta niños y niñas aprenden la técnica del juego y entrenan dos veces a la semana. «Les entusiasma el juego. Les ayuda a comunicarse y les hace reír. Eso, en un lugar así, donde la gente vive hacinada, en unas pésimas condiciones y sin horizonte alguno, supone un alivio para los padres, que lo único que desean es que sean libres y puedan vivir en paz», cuenta Wissam Shadfan, uno de los entrenadores, formado por la asociación que gestionan los padres del frontball.

Comprobados los efectos de este juego como «valioso instrumento de integración social», Idiart y sus socios se propusieron llevarlo a barrios «sensibles» de Barcelona y Marsella, y exportarlo a Sudáfrica. En concreto, al bantustán de QwaQwa -uno de los veinte territorios que operaron como reservas tribales de habitantes negros en el país- y, desde hace solo un año, a la localidad de Ermelo, en la provincia de Mpumalanga. La apertura de esta segunda escuela no solo ha permitido implicar a más niños en el frontball, sino que ha inoculado en la zona el veneno de la rivalidad. «Ahora, además, tienen esa emoción extra. Cada vez que disputan algún torneo, la comunidad local acude a verlos y a animarlos, y se crea un ambiente estupendo», relata Kathleen Briedenhann, una pelotari sudafricana afincada en Inglaterra e implicada en la puesta en marcha de estos centros, a los que acuden un centenar de niños y niñas. Todos huérfanos tutelados por la organización solidaria Children of the Dawn (Niños del Amanecer). «Ahora se les ve sonreír más a menudo. Están contentos, entretenidos, tienen una esperanza y no se meten en líos», agrega.

Un ingeniero con pegada

El frontball también ha cruzado el charco para iluminar algunas barriadas y localidades olvidadas de México, un país que se ha mostrado especialmente receptivo a este proyecto -quiere incluirlo como asignatura académica- y que ha dado al mejor pelotari del mundo. Natural de San Juan Ixtayopan, un pueblecito engullido por el Distrito Federal, a Orlando Díaz le conocen y le temen en todas las canchas. Su secreto, «haber aprendido a ser paciente, tener una condición enorme, ser preciso y tener muchos reflejos», revela el deportista, que sueña con acabar su carrera de ingeniero, proclamarse campeón mundial «y que el título se quede en México».

Díaz es el terror del Frontball World Tour, el circuito oficial de esta disciplina que hasta la fecha se ha celebrado dos veces. Consta de cuatro etapas nacionales en Estados Unidos, Francia, México y Argentina, país en el que también ha calado. Los mejores de cada liga, en los respectivos géneros, se ven las caras en la localidad gala de Anglet, sede de la final.

Y es que en paralelo a la difusión social del proyecto, que prepara próximas escalas en Bolivia, Argentina y Goa, en la India, Idiart y sus socios se han propuesto agotar todas las posibilidades para hacer del frontball un deporte olímpico. Para ello, han dado ya dos pasos importantes. Por un lado, conseguir que la Federación Internacional de Pelota Vasca admita ese híbrido como disciplina y se involucre en la iniciativa -ha nombrado a Idiart vicepresidente- y, por otro, colarse en los últimos Juegos Mundiales, que congregan bajo el auspicio del Comité Olímpico Internacional (COI) a las modalidades no inscritas como tales, pero que reúnen todos los requisitos necesarios para acceder.

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