Acostumbrado a ver pasar las elecciones como un tren que nunca tomo, como si llegara a una de esas estaciones sin pueblo de las que ... hablaba García Márquez, en las que no hace falta parar, siempre me llamó la atención que en Argentina, por ejemplo, sea obligatorio votar. Puedes ir y votar en blanco, pero hay que ir. Aquí no es así y yo me lo he tomado al pie de la letra muchas veces, quizá demasiadas. ¿Por qué? Porque soy impermeable a las campañas, desengoznado de tanta fanfarria; y soy impermeable al sinfín de inauguraciones a los postres, ya al final, justo antes de las urnas, y a las fotos en sitios insólitos donde los políticos lucen sonrisas amplias, níveas, dentales, como rebanadas de melón, queriendo mostrar que aquello les importa.
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Si hasta hemos llegado a ver a Miras en la sala Revólver. Eso sí, mientras buscan el incienso del flash, yo me acuerdo de lo que ha quedado en el tintero. Sobre todo del Mar Menor, que tanto disfruté de chico. Me sé de memoria sus atardeceres, cuando la tierra parecía estar al revés, con el cielo abajo formando olas.
Tan bello era. Así que sí, soy impermeable por la sobreabundancia de promesas, y la cinematografía de los políticos, más actores que políticos, y por la decepción inevitable del mañana. Fue Sabina quien le dijo a Pablo Iglesias una vez, muy en el alba de Podemos: «Me alegro de que estéis, porque hacíais falta. Eso sí, como todos, acabaréis por decepcionarnos». Por todo eso, soy un indeciso eterno pero estoy a la espera: cuando algo cambie, lo haré yo.
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