Estos días han coincidido varios escándalos políticos con mucho en común: a Boris Johnson le ha estallado en la cara el bochornoso –y carísimo– menú infantil que han recibido los niños desfavorecidos del Reino Unido durante el nuevo confinamiento (un caso que nos recuerda a lo de Isabel Díaz Ayuso con Telepizza). En Holanda, el gobierno del liberal Rutte ha dimitido en pleno tras la crisis de las ayudas de conciliación, un culebrón judicial y político que se remonta a 2014 y que ha terminado con las conclusiones de una comisión parlamentaria especial que confirma las acusaciones contra las autoridades neerlandesas por fraude, xenofobia, ensañamiento, uso inadecuado de datos personales y obstrucción de la justicia.
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Queda así probado que el gobierno holandés actuó de mala fe al retirar las ayudas de conciliación a 26.000 familias, en su inmensa mayoría de origen migrante, e imponerles multas inasumibles sin posibilidad de recurso. Tanto en este caso como en los de los menús infantiles se hace visible la facilidad con que ciertos políticos prometen tecnocracia y eficiencia y saltan, por lo que sea, a la xenofobia, la aporofobia y la sociopatía. También, afortunadamente, que a la sociedad sigue escandalizándole bastante que se maltrate a sus churumbeles. En el caso de Holanda, además, chirría mucho la lasitud con que recibe capitales de los millonarios y multinacionales del resto de Europa (pura elisión fiscal) y el empeño burocrático que ha puesto en estigmatizar y perseguir a los perceptores de ayudas públicas, especialmente a los morenos.
Riza el rizo el hecho de que la abogada que inició el caso, en representación de las familias sancionadas de Eindhoven, sea una mujer migrada, y para más guasa procedente de uno de esos países del sur (en holandés se dice PIGS) que el primer ministro demoniza desde que ocupó el cargo: la cacereña Eva González. Pero antes de que la convirtamos en la Andrés Iniesta de la justicia mundial (en mi caso llego tarde) conviene recordar que, en este triste asunto, la vergüenza de Holanda es el orgullo de Holanda: el de gozar, pese a todo, de un sistema legal y político lo bastante ecuánime como para que una David pueda derribar –si tiene la razón de su lado– al Goliat del gobierno de la nación.
No sé si corren malos tiempos para la lírica, pero que me aspen si no vivimos una tormenta perfecta de descrédito contra el neoliberalismo: 'Filomena', sin ir más lejos, ha sido capaz de poner al partido de gobierno de la comunidad y el ayuntamiento de la capital, de rancio abolengo liberal, a pedir paguita al estado por las partidas de pádel no jugadas durante el temporal. Hasta tal punto ha hecho la pandemia saltar por los aires el viejo catecismo austeritario que el debate sobre la componente ética de pagar impuestos ha llegado a YouTube. El último en mudar su domicilio fiscal a Andorra para vivir –fiscalmente– de gorra, el famoso Rubius, ha visto desatarse una oleada de indignación en su contra entre su propio público, uno no especialmente proclive al debate político sobre progresividad fiscal: los chavales de la ESO.
Es casi un tópico a estas alturas recordar que la pandemia ha destrozado el ya maltrecho argumentario neoliberal, con sus dogmas de fe sobre iniciativa privada y reducción del Estado. Los grandes tigres empresariales llamados a tirar de la economía y la sociedad son ahora más bien chacales husmeando en las puertas traseras de las administraciones amigas, para llevarse algún contrato a las fauces. La ínfima aportación privada a la investigación de la vacuna de la Covid ha sido el último clavo en el ataúd de un modelo desbordado por los acontecimientos. Sin embargo, aquí y allá siguen saltando ejemplos de abusos que demuestran, más allá de la ineficiencia del credo turbocapitalista, su vacío ético: el éxito, a cualquier precio, eleva al ganador a una categoría superior en la que las normas de convivencia humana no se le aplican.
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Líderes que se permiten 'dar una lección' (y tal vez repartir algún contrato jugoso a empresas amigas) alimentando con comida basura a familias trabajadoras. Gobernantes de países parásitos fiscales criminalizando a otros países más pobres y a su propia población vulnerable. Empresarios patriotas con el negocio fuera. Nuevos ricos de YouTube mudándose a Andorra para librarse de contribuir a los servicios públicos que llevan toda la vida disfrutando. Politicuchos con cargo aprovechando su poder para saltarse la cola de la vacuna. Todos hijos sanos de un sistema muerto. Suelen poner una cara parecida cuando el escándalo salta y les salpica, una que parece decir «yo no he hecho nada ilegal, es el mercado, amigo». Con la que está cayendo, lo que manda ya no es el mercado. Ni usted mi amigo. Tanta paz lleve como descanso deja.
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