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Puente sobre el canal de Alejandría. Grabado del italiano Luigi Mayer (1755-1803).

Ojos de placer en el corazón de Alejandría

Ciudades. Estaba destinada a ser excepcional desde sus orígenes, pues, según la leyenda, cuando Alejandro llegó a Egipto en el 332 a. C., el propio Homero se le apareció en sueños y le indicó que la tierra frente a la isla de Faros era un lugar ideal para construir una ciudad

Jueves, 31 de julio 2025

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Había una hilera rectilínea de columnas, a uno y otro lado, que iba de las Puertas del Sol a las de la Luna, pues son éstos los guardianes de la ciudad. En medio de esas columnas se extendía la planicie de la ciudad». Así describe Clitofonte, el protagonista de la novela de Aquiles Tacio, su llegada al puerto de Alejandría, ciudad, cuya belleza, «como un relámpago de luz», llenaba sus ojos de placer. El héroe recorre sus múltiples calles vencido por la belleza que se le ofrecía. La grandeza de la ciudad, «igual a un continente», rivalizaba –afirma– con su población, «mayor que una nación». «Se celebraba la fiesta del gran dios al que los egipcios llaman Serapis, y los griegos Zeus, con una procesión de antorchas...».

Efectivamente, la ciudad estaba en todo su apogeo en el s. II d.C., cuando Aquiles escribe su 'Leucipa y Clitofonte', una de las novelas de amor más sofisticadas que se conservan. Alejandría seguía siendo un centro de primera magnitud cuando Hipatia, su más célebre y prestigiosa científica y filósofa, es asesinada por unos bárbaros cristianos en el 415 d.C. Mujer bella y sabia, según dicen las fuentes, era objeto del respeto y admiración de sus conciudadanos, no sólo por su ciencia, sino por su conducta digna y decorosa. El luego obispo Sinesio de Cirene la llama en sus cartas «madre» y «maestra». Hipatia fue una víctima de la lucha de intrigas políticas que había asaltado la ciudad, una ciudad tradicionalmente abierta, multicultural y multilingüe, aunque la lengua que seguía dominando en el Imperio romano, por su prestigio, era el griego. Del cosmopolitismo de Alejandría dan testimonio los 2.478 templos y altares que se han contado en esa época.

Alejandría estaba destinada a ser una ciudad excepcional desde sus orígenes, pues, según la leyenda, cuando Alejandro llegó a Egipto en el 332 a. C., el propio Homero se le apareció en sueños y le indicó que la tierra frente a la isla de Faros era un lugar ideal para construir una ciudad. Otros presagios apoyaron la fundación de esa ciudad, cuyo arquitecto principal fue Dinócrates de Rodas. La ciudad fue dividida en cinco distritos, con dos calles principales y transversales, una de norte a sur, y otra de este a oeste, la llamada Vía Canópica, que transcurría desde la puerta del Sol, al este, a la de la Luna, al oeste. La isla de Faros fue unida a tierra firme por un largo brazo de mar de siete estadios, flanqueado a su vez por dos puertos, el Puerto Grande, y el Puerto del Buen Retorno. En su extremo figuraba el famoso faro de la ciudad, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. El edificio, de una altura entre 120-140 metros, tenía tres niveles de distinta superficie y estructura. Mirando al Puerto Grande, se hallaban los palacios reales.

Nos imaginamos las puertas del Sol y de la Luna, con los dos astros protegiendo con su brillo sus alineadas calles

La dinastía macedonia de los Ptolomeos, sucesora de Alejandro, no solo cuidó de la magnificencia de la ciudad, convertida en nueva capital de Egipto, sino que protegió especialmente las artes y las ciencias mediante la creación del Museo, o Templo de las Musas, que albergaba la famosa Biblioteca, en donde eruditos y poetas que investigaban y clasificaban la literatura griega trabajaban junto a los estudiosos de las matemáticas, la astronomía, y la medicina. Por allí se paseaban Herófilo, Aristarco, Arquímedes, Eratóstenes, Euclides...junto a Calímaco, Apolonio, Teócrito, y una 'pléyade' de refinadísimos poetas de corte.

Grabados de Luigi Mayer y un detalle de una postal antigua de Alejandría.
Imagen principal - Grabados de Luigi Mayer y un detalle de una postal antigua de Alejandría.
Imagen secundaria 1 - Grabados de Luigi Mayer y un detalle de una postal antigua de Alejandría.
Imagen secundaria 2 - Grabados de Luigi Mayer y un detalle de una postal antigua de Alejandría.

La cultura griega había devenido universal gracias al conquistador macedonio. Su última reina, Cleopatra VII, fue una mujer cultísima que seducía, dice Plutarco, no por su belleza, sino por su conversación. Tenía un conocimiento extraordinario de matemáticas y de todas las lenguas conocidas, y una estrategia política clara: salvar a Egipto de las garras de Roma. Conquistó a dos de sus líderes, Julio César y Marco Antonio, pero el triunfo de Octavio en el 31 a.C. le llevó al suicidio antes de entregarse al poderoso romano. Con ella continuaba el mito del Egipto eterno, el de los faraones y el de sus fascinados griegos: Roma no pudo evitar su inmortalidad, idea ya obsesiva para el gran Alejandro, al que emularon los emperadores.

Hoy volvemos a Alejandría y corremos presurosos a Faros, y buscamos su torre de luz, y nos dicen que murió presa de los terremotos, al igual que el museo y los restos de la biblioteca: el mar alberga sus moles de piedra. En su lugar hallamos la fortaleza que el sultán Quait Bey levantó en 1477. Y comprobamos que la ciudad se extiende, aún, a lo largo de esa cornisa canópica, y nos imaginamos las puertas del Sol y de la Luna, con los dos astros protegiendo con su brillo sus populosas y alineadas calles. Una moderna y sofisticada biblioteca nos recibe, y el saber sigue anidando en la ciudad de Alejandro. Su museo guarda esculturas del rey macedonio, de Cleopatra, de Augusto... Como diría el poeta: «Ahí está Alejandría: y ¿quién podría agotarla?».

No, no diremos que fue un sueño: oímos aún las risas de Antonio y Cleopatra, sus anhelos de gloria al vaivén de las olas, sus palabras de amor, palabras...

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