La muerte de Amilcar Barca

Paisajes con historia ·

ARÍSTIDES MÍNGUEZ BAÑOS

Lunes, 19 de agosto 2019, 20:26

Les habían repartido un engrudo con carne de caza menor deshuesada y desmenuzada, servido en un pan que solo tenía corteza. Su aspecto era repugnante, pero no quería ofender al caudillo de la mesnada ibera que lo ayudaba en el asedio a esa maldita Helike.

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Se lo habían ofrendado, diciendo que se llamaba gazpachos, como manjar principesco. Lo probó con cautela, mientras que su hijo Asdrúbal era incapaz de ocultar una mueca de asco. Su primogénito Aníbal comió hierático su ración. ¡Por Baal! Estaba delicioso. Las hierbas montaraces realzaban el sabor de la carne de conejo, liebre, perdiz y paloma torcaz. Repitió cinco veces. Asdrúbal se hizo servir seis.

El vino era clarete. Mucho más flojo que el recio tinto al que estaba acostumbrado.

Amilcar Barca, general de los cartagineses en Spania, Tierra de Conejos, sonrió satisfecho. Sobre él, miríadas de estrellas. A su vera, sus dos vástagos mayores. Aníbal, una encarnación de sí mismo, a pesar de que apenas tenía 19 años, había dado muerte a una treintena larga de enemigos. Asdrúbal, con 17, tenía mucho que aprender de su hermano.

Amilcar volvió a mirar la imponente peña sobre la que se erguía Helike, ese villorrio contestano que osaba plantar resistencia al poder de Cartago en aquellas tierras perdidas de la memoria de Tanit. La habían asaltado varias veces. En vano. Envió al grueso de sus tropas a Akra Leuke para que invernaran allí y volvieran con el buen tiempo trayendo materiales de asedio. No dejaría a nadie con vida: crucificaría a los guerreros y al resto lo despeñaría por lo más abrupto de aquella peña a la que llamaban la Rubia por su color rojizo. Abandonaría sus cuerpos como pasto de las alimañas, para que sus almas tampoco hallaran consuelo en ultratumba. Todos los pueblos de Spania tenían que darse cuenta de cómo pagaban los Barca a los que osaran resistirse.

Él se había quedado al mando de las pocas tropas necesarias para el sitio. Había enviado mensajeros a los iberos ya sometidos, a fin de que contribuyeran al próximo asalto. La tarde antes llegó el régulo de los oretanos, Orisón, con 100 jinetes y 200 infantes. Aunque sabía que los oretanos odiaban a los contestanos, no se fiaba del todo. Mandó que acamparan a una decena de estadios.

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Amilcar hizo una seña a una de las bailarinas gaditanas que amenizaban sus noches. Ishtar le estaba calentando la sangre. Aquella gaditana era fuego. Se despidió de sus hijos y entró en su tienda seguido por la danzarina.

Toros enloquecidos

Apenas había satisfecho a la diosa de la pasión, cuando lo sobresaltaron unos gritos. Por la zona por donde acampaban los oretanos se aproximaba un horrífero clamor.

Su guardia batestana lo rodeó. Aníbal apareció ciñéndose su coraza y empuñando una falcata. Un jinete se le aproximó: los oretanos habían conseguido reunir unos mil guerreros y lanzaban contra ellos a centenas de toros enloquecidos con antorchas en los cuernos, arrastrando carros incendiados.

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¡Por Melkart! Tenía que poner a salvo a sus hijos. No podía consentir que aquellos salvajes privaran a Cartago de la simiente de los Barca.

Ordenó a Abartiaigis, el jefe de sus guardaespaldas, que condujera a sus hijos hacia Akra Leuke. Aníbal quiso permanecer junto a su padre, mas una mirada de éste lo disuadió.

Un escuadrón de caballería oretana se desgajó de la barahúnda que asaltaba el campamento buscándolo a él. Cuando se apercibió de que sus hijos habían huido en dirección contraria al Alebo, al que los pútridos romanos llamaban Thader en su bárbara lengua, Amilcar se dirigió con su guardia libia y celtíbera hacia el río, a muy pocos estadios.

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Los oretanos cabalgaron tras él. Sus hijos estaban a salvo.

Gracias a Hyrum, su fiel corcel, cada vez aumentaba más la distancia con sus perseguidores. Hyrum ya había cruzado la mitad del Alebo, cuando algo lo asustó y se encabritó cayendo sobre su jinete.

En las gélidas aguas del Thader, exhaló su último aliento Amilcar Barca, el Señor del Rayo, la semilla de los Barca, que tantas desdichas habría de acarrear sobre Roma.

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