Un novelista en las ruinas de Varsovia
El mexicano David Toscana recuerda en su último libro, 'La ciudad que el diablo se llevó', a los hombres y mujeres que resistieron a la guerra, al llanto y a las heladas en la llamada «capital de la muerte»
David Toscana (Monterrey, México, 1966) se empeña en ser Dostoievski y Joseph Roth, y no le sale, pero en cada intento algo de ellos va ... quedándose, de modo que un día, cuando menos se lo espere, será incapaz de domeñar su propio genio. Ingenio no le falta. Toscana, uno de los fichajes de la editorial catalana Candaya [en manos de Olga Martínez y Paco Robles, dos de los mejores ojeadores del panorama literario], demuestra su maestría en novelas como 'La ciudad que el diablo se llevó'. «Uno vive con la angustia de si escribió su última novela», dice, «y sigo leyendo y escribiendo porque siento que no voy a escribir más y, de pronto, cae una idea. Ahora lo que escribo suele tener que ver mucho con lo que quiero leer», cuenta a LA VERDAD.
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El año pasado visitó Murcia con motivo de las jornadas Futuro en Español para disertar sobre la mirada genial de Vargas Llosa, junto a Raúl Tola y José Belmonte, un encuentro en el que pudo conocer apenas por unas horas la ciudad y pensar que no le importaría acabar viviendo aquí. Ya lo ha hecho en Comillas y en Tarifa, y ahora vive en Madrid, desde donde atiende el teléfono, con una aparente imperturbabilidad, y no porque las comunicaciones telefónicas sean frías, sino porque después de un libro como este, en el que pasea al lector por las ruinas de la Varsovia más tétrica y desalentada, nada más concluir la Segunda Guerra Mundial, la calidez parece casi inasequible.
Ha venido a salir esta obra en España en un año delicado. «Para mí», reconoce sin ánimo de polemizar, «no es tan grave todo esto. Los escritores trabajamos en casa y encerrados, así que... esto ya viene con el oficio». Aparecen en la conversación Gustavo Faverón ('Vivir abajo') y Eduardo Ruiz Sosa, otro mexicano en Candaya –sobrecogedora su obra 'Cuántos de los tuyos han muerto'–. «Yo había publicado algunos libros en España –por ejemplo, 'Olegaroy', editado por Alfaguara, con el que ganó los prestigiosos premios Villaurrutia e Iberoamericano Elena Poniatowska–, pero siempre como de rebote, sin verdadera promoción. Ahora que queríamos poner toda la carne en el asador, se nos echó encima el virus, y se cancelaron como 15 presentaciones, pero Olga y Paco son incansables y han seguido acercando esta novela a críticos y a prensa para seguir dándole vida».
'La ciudad que el diablo se llevó', que hace el número 67 de la colección de Candaya, fue escrita durante el periodo en que Toscana vivió en Polonia. Siete años de su vida quedan allá. «Estoy casado con una polaca y, de algún modo, me siento polaco. Desde que llegué a Varsovia me gustaban estas historias de exclusión, de ciudades perdidas o abandonadas. Del tema de la muerte siempre me había ocupado, pero lo que ocurrió es que esta ciudad, inmediatamente, me empezó a dictar una novela. Me tardé en escribirla, porque uno no puede escribirla como un turista que llega a Varsovia, sino que traté de asimilar la ciudad, recorrerla, leer historia, memorias, y, poco a poco, ya le fui dando fuerza a la trama. Había que conocer a fondo lo que había ocurrido. Cuando la publiqué, un polaco de ochenta y tantos años se convirtió en una especie de promotor de mi novela, me dijo que tal y como estaba contado así ocurrió y que ningún polaco lo había contado así». Una parte de la historia que en Polonia no se suele contar, «y si se llegara a contar se hubiera hecho desde el punto de vista del heroísmo y del sacrificio, de la muerte y el victimismo, de la esperanza y la religión... de todas esas cosas que más bien estorban a una novela. La posibilidad de ser mexicano y ver las cosas con cierta distancia me hizo que pudiera desacralizar todo lo que ocurrió y contarlo tal y como lo hago».
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En un edificio construido en 1905 vivió Toscana en Varsovia, de los pocos que no cayeron en la ocupación nazi. «Tenía esa sensación de poder estar viviendo en un edificio de aquella época y no por esta reconstrucción que viene después con los comunistas y que le resta mucho encanto a la ciudad. La gente, cuando visita Varsovia, va buscando la guerra, la destrucción, los vestigios del barrio judío, el museo de la insurrección, los campos de concentración... pero es difícil sacar de la imaginación al mismo tiempo Polonia y la guerra».
Transcurridas muchas décadas, las huellas del conflicto quedaron difuminadas. «Eso es algo que llama la atención, que desaparezcan esas huellas, porque si buscas el gueto judío no vas a encontrar nada. Hasta cierto punto, que no quede ni un fragmento de aquello, eso te habla de la destrucción. Edificios recién levantados en los años 40 y 50, que te dicen que aquí debajo, en el subsuelo, en los sótanos de todo eso, tiene que haber mucho vestigio, mucha muerte, mucha historia... Los que han contado mucho la historia son los judíos, que tienen mucha reversión con la palabra, con el testimonio, con los diarios, con la idea de no olvidar... y el polaco es más tendente a olvidar estas cosas».
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En realidad, los testimonios de esa época, recuerda el mexicano, suelen tener siempre ese tono fatalista o heroico, «y para escribir esta novela, con el tono que yo manejo, el humor negro, había que darle otro punto de vista a la historia, y en este caso no prima la tragedia sino la celebración de estar vivo». Los personajes principales (el cuarteto formado por Feliks, Kazimierz, Eugeniusz y Ludwick, así como Olga, Marianka, las hermanas Kasia y Gosia, un grupo de presos, un escritor y un barbero) hacen un recuento de todo lo que le puede pasar a la gente para morirse y vienen a hablarnos de todo lo que se libraron y, por supuesto, de la guerra. «Cae un poco de manera natural la metáfora de que también estamos pasando ahora por un problema, y hay que celebrar que estamos vivos, los que tenemos la suerte de estarlo».
La muerte de la cultura
No se le ocurre escribir una novela sobre la pandemia, aunque otros sí que hayan encontrado el ángulo, «pero miro hacia atrás y pienso que tanta gente que nos precedió habrá sobrellevado tragedias de manera muy digna, que la nuestra es una más que se suma a la historia». En esta obra se habla de la muerte de la novela, algo de lo que se hablaba bastante en los años 50 y 60, «y que yo uso aquí de manera irónica». Recuerda a Bruno Schulz, que estaba de sirviente de un nazi que sacó una pistola y lo mató como haciendo un chiste. La novela que escribía, recuerda, acabó perdiéndose. «Me pregunto –piensa– qué pasa con los testimonios culturales que mueren. Hay un presente que no valora el futuro. Se queman libros, se destruyen edificios antiguos... las vidas, tarde o temprano las vamos a perder, pero también nos gustaría que hubiese sobrevivido el patrimonio cultural que también murió».
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Cómodo con la libertad y la seguridad de Europa, «lo más atractivo para un latinoamericano», este ingeniero industrial y de sistemas reivindica la figura de Lech Wałęsa, obrero que lideró el sindicato Solidaridad y que llegó a ser presidente de Polonia y Nobel de la Paz, un símbolo de libertad que se va al diablo «porque los nuevos políticos le tienen mucha envidia».
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