En ocasiones, las cosas suceden por casualidad. Como la famosa fábula de Tomás de Iriarte titulada 'El burro flautista'. Me encontré con la literatura de ... Domingo Villar por casualidad. Hace un tiempo, Miguel Munárriz me pidió reseñar una voluminosa obra –'El último barco', de 2019– de un autor, Domingo Villar, cuyo nombre, mea culpa, por entonces, era totalmente desconocido para mí. No soy un experto en el género policiaco, aunque sí, desde hace años, aficionado a los libros de escritores como Ignacio del Valle, Lorenzo Silva, Alicia Giménez-Bartlett y Eugenio Fuentes. Literatura de buena calidad, de muchos quilates, sin traicionar por ello los valores intrínsecos y la esencia del género.
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Tras la lectura de 'El última barco', que es todo un alarde de imaginación, una declaración, clara y rotunda, de amor a un paisaje y a las gentes que lo habitan, un monumento a la templanza y a la serenidad que nos transmite Leo Caldas, su protagonista, uno de los grandes héroes (o antihéroes) de todo lo que va de siglo XXI, no pude sino volver a las dos obras que le precedían, 'Ojos de agua' y 'La playa de los ahogados'.
Villar –él mismo me lo había confesado hace tan solo unos meses– es –me resisto aún a decir 'era'– un autor exigente consigo mismo. Hace y rehace decenas de veces una misma página hasta que da con la tecla. Escribe primero en gallego, su lengua materna, y luego, él mismo, lo traduce al castellano, con lo que le da tiempo a corregir, a perfeccionar sus textos. Eligió, sabiamente, un espacio –la ría de Vigo– que él mitifica, como lo hizo Cunqueiro en su época. E inventa a Leo Caldas, uno de esos personajes que llega al alma del lector por sus elocuentes silencios. Pero, sobre todo, por ese modo tan singular de saber fumar bajo la lluvia mientras piensa. Domingo Villar iba camino de convertirse en uno de los más grandes de la literatura española del siglo XXI.
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