María Cegarra, metafísica de una química
Su palabra poética no es que hable más allá de la ciencia, es que hace que la ciencia misma se manifieste poéticamente desde sus medidores, sus balanzas, el brillo y el color, las aristas, las geometrías y las cuerdas
'Cristales míos' es un libro de poemas puros, escrito por María Cegarra en los años treinta del siglo pasado. Este artículo sobre este libro ... lo dedico a la memoria de María, a quien conocí en su vejez erguida y luminosa; y a María José Vázquez, editora actual del libro, quien ha logrado que yo me sumerja con mirada nueva en el universo poético de María. Me acompañan tres autores que me han abierto el camino: Bécquer, Antonio Machado y García Lorca. A los que pongo a formar un arco de luz sobre la mesa del laboratorio de química de María Cegarra.
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Bécquer ya había anunciado que: «...mientras la ciencia a descubrir no alcance las fuentes de la vida, y en el mar o en el cielo haya un abismo que al cálculo resista... podrá no haber poetas, pero siempre, habrá poesía». Antonio Machado va más allá: si para Bécquer la poesía es algo inefable, existente en sí misma, ajena a su cantor, para Machado la poesía es la palabra del poeta. Pero, con una condición: «Todo poeta requiere una metafísica. Y acaso cada poema debiera tener la suya. Si no, es sólo un señorito que hace versos».
Asomarse al abismo
Más lejos aún, García Lorca llega a dotar a la palabra poética de la última verdad, porque, mediante la metáfora, el poeta puede nombrar lo que la ciencia ignora, «... capaz (el poeta) de asomarse al filo del abismo ante el cual el filósofo y el matemático vuelven la espalda en silencio».
«No. La química se engaña. No existe la saturación... el dolor es insaturable», escribe María Cegarra
Depurada de Bécquer, y sobre el conocimiento de los minerales que en su laboratorio analizaba, María nombró una metafísica de la química que sustentó su poética. Los procesos químicos y sus leyes, relacionados con la naturaleza de la materia, los transmutó poéticos, después de los cálculos y las geometrías que los predecían como ciencia. Más allá de lo observable o medible, «en la otra orilla del mundo, donde el sol la había citado», aquellos cristales «suyos» se volvían metafísicos. Tal es la sílice, escribía revelándola en poesía, «una afirmación con un círculo duplicado. Tierra y Dios: mi barro y mi atmósfera».
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Dolor y sangre
La perito químico que pesaba y media, la que hacía mezclas, alquimias y perfumes, traspasaba el velo del experimento y, abismada, más lejos que el sonido y que la luz, creaba en territorio poético, en el pensamiento, la única realidad en la que habitaba el dolor de su sangre. Y allí afirma, contra la ciencia: «No. La química se engaña. No existe la saturación... el dolor es insaturable».
La perito químico que pesaba y media, la que hacía alquimias y perfumes, traspasó el velo del experimento
Caso único el de María Cegarra. Porque su palabra poética no es que hable más allá de la ciencia, es que está haciendo que la ciencia misma se manifieste poéticamente desde sus medidores, sus balanzas, el brillo y el color, las aristas, las geometrías y las cuerdas, siempre rectas en busca de iones. Ante la balanza, «crucifijo de la mirada», se produce el «¡Ansia de la transmutación! Para conseguirte, cada vez más pequeña, más minúscula, más átomo...».
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Duende
Si a las reflexiones de Machado unimos la teoría del duende de García Lorca, podemos decir que el señorito versificador podrá estar inspirado por el ángel o la musa, quienes lo guían con seguridad por caminos trillados.
Los procesos químicos y sus leyes, asociados con la naturaleza de la materia, los transmutó poéticos
Pero, en el abismo de la creación, el arte sólo se precipita poseído por el duende. Como lo estaba María, enduendada en todos los poemas de este libro en los que hay una reflexión constante sobre la muerte, escribe el profesor Díez de Revenga. Yo añadiría que, sobre la materia y la reflexión, hay una experiencia poética esotérica, por donde las palabras iban y venían de carne en carne, la suya y la de su hermano. Era un ritual eleusino, en el que, de la muerte, nace la vida. Ritual celebrado en una casa-laboratorio de La Unión. El hermano, el ausente, siguió viviendo, más allá de la física y la metafísica, renaciendo en la palabra químico poética de María Cegarra.
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