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Tumba de Kafka. Toda suerte de objetos y mensajes en el cementerio donde recibió sepultura. MOYANO

Fetichismo literario en la Praga de Franz Kafka

«Era callado, tímido, amable y bueno, pero escribió unos libros angustiantes y dolorosos. Percibía el mundo lleno de demonios invisibles que destruyen y desgarran a las personas indefensas», escribió Milena Jesenská

Manuel Moyano

Viajero y escritor

Jueves, 26 de diciembre 2024, 07:45

Los turistas que atestan a diario el célebre puente de Carlos y amenazan con hundirlo en las aguas del Moldava nos ofrecen la imagen más ... fidedigna de la Praga de hoy: una ciudad sitiada por las agencias de viajes que poco tiene que ver con la Praga del agonizante Imperio Austrohúngaro donde vivió Franz Kafka, pero tampoco con la Praga aún sometida al yugo comunista que quien esto escribe visitó en 1986. Entonces yo tenía veintidós años, y, aunque ya había leído algo de Kafka, todavía no era víctima del fetichismo literario que acabó invadiéndome al rondar los cuarenta. Hoy, para mí, el mayor encanto de Praga no reside en sus puntiagudas torres ni en su castillo ni en sus palacios ni en sus vetustas piedras, sino en haber sido el lugar donde se desenvolvió prácticamente toda la vida de Franz Kafka.

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Kafka se ha apoderado de Praga como Pessoa lo ha hecho de Lisboa, dos tipos solitarios y con inclinación al nihilismo que han prestado algo de su tristeza esencial a ambas ciudades. O quizá, en realidad, ocurriera al revés: las ciudades los impregnaron a ellos hasta el tuétano de su melancolía. De cualquier modo, Kafka poseía más sentido del humor que Pessoa. Fellini ha hablado en alguna entrevista del humor en Kafka. No hay gran literatura sin humor, y 'El proceso' es quizá la novela más humorística del siglo XX: un tipo es enjuiciado y condenado y, pese a que no logra averiguar en ningún momento de qué se le acusa, termina por aceptar su propia culpa. En la lengua checa, «kafka» significa grajo o cuervo, lo que ya dota al apellido de un tinte sombrío, pero dicen de Kafka que se reía a mandíbula batiente cuando leía sus propios textos.

El comunismo aplastante ha dado paso hoy al consumismo desbocado, con la consiguiente proliferación de franquicias internacionales. Si uno quiere imaginar cómo era la Praga de Kafka, será mejor que se levante bien temprano y dé un paseo entre dos luces, antes de que despierte la avalancha de turistas y arrase con cualquier forma posible de magia a su paso. Sólo de este modo podrá sentir en su interior algo del misterio de esta ciudad antigua, opresiva, de viejos y grandes edificios, que rodeó a Franz Kafka como los muros de una prisión. «En este círculo está encerrada toda mi vida», observó. Hay algo definitivamente sórdido en toda Centroeuropa, algo que tiene que ver con sus llanuras infinitas, con sus cielos grises, con sus inviernos crueles y con su no menos cruel gastronomía.

Kafka, nacido en 1883, se sentía doblemente aislado en Praga: por ser judío y por escribir en alemán, pese a que también supiera hablar en checo. En el museo dedicado a su memoria de la calle Cihelná se venden planos (incluso en español) donde es posible localizar todos los lugares asociados a la vida del escritor. Quizá sean demasiados, así que, en mi caso, elegí visitar sólo algunos. Como la céntrica plaza donde nació, de la que ya no sobrevive la casa original, pero en cuyas fachadas cuelga un busto conmemorativo. O como el balneario a orillas del Moldava donde solía bañarse, y que, inevitablemente, nos hace recordar la famosa anotación de su diario el 2 de agosto de 1914: «Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar».

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Tiempo para escribir

O como también el edificio de la calle Na Porici donde se hallaba el Instituto de Seguros de Accidentes del Reino de Bohemia, su lugar de trabajo, que él no veía sino como un obstáculo que le robaba tiempo para escribir (puedo imaginar sin dificultad el sentimiento que lo embargaba al cruzar a diario esta puerta). O como el decimonónico café Louvre, donde acostumbraba a reunirse con Max Brod y otros escritores. O como los jardines de Chotek, en cuyos bancos solía leer a Dickens, a Dostoievski, a Hebbel, a Goethe y a tantos otros. O como el llamado Callejón del Oro, donde ocupó durante meses una casita alquilada por su hermana Ottla y pudo escribir, con la necesaria tranquilidad, las extrañas piezas que componen 'Un médico rural'.

Quema de inéditos

Contra la creencia común, Kafka sí publicó algunas obras en vida; sin ir más lejos, 'La metamorfosis', para cuya edición logró impedir 'in extremis' que apareciera ilustrada con un escarabajo en la portada, ya que él quería algo más indeterminado. Tras enfermar de tuberculosis pidió a su amigo Max Brod que quemara todos sus escritos inéditos; quién no ha escuchado esa historia alguna vez. Murió en 1924 y fue enterrado en el cementerio judío de Strasnice. Hoy, los visitantes (un porcentaje ínfimo de los turistas que asolan Praga) dejan sobre su tumba monedas o guijarros con anotaciones y dibujos tales como (precisamente) escarabajos. Milena Jesenská, de la que había sido novio, anotó sobre él en su obituario: «Era callado, tímido, amable y bueno, pero escribió unos libros angustiantes y dolorosos. Percibía el mundo lleno de demonios invisibles que destruyen y desgarran a las personas indefensas».

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Paradójicamente, Franz Kafka fue de algún modo afortunado al morir de tuberculosis, una inocente enfermedad bacteriana al fin y al cabo, pues eso le impidió conocer un final mucho más atroz: sucumbir bajo la solución final (la Endlösung) promovida por el delirio nazi, que logró superar con creces cualquier horror imaginado por él en sus escritos. En cambio, sus tres hermanas y la propia Milena morirían sin esperanza ni alivio en los dantescos campos de concentración. Max Brod sí que pudo sobrevivir a los nazis y murió mucho más tarde, ya establecido en el nuevo estado de Israel, a finales de 1968. Buena parte de su vida la consagró a difundir la obra del amigo prematuramente muerto. Sin él, ahora no sabríamos nada de 'El proceso', ni de 'El castillo', ni de 'El desaparecido' (que Brod se empeñó en titular 'América').

Releo a Kafka años después, en un hotel de la Nove Mesto de Praga, y me doy cuenta de hasta qué punto ha influido en mis propios escritos, no necesariamente de forma directa, sino a menudo a través de autores interpuestos. De él aprendimos a plantear un hecho extraordinario o fantástico sin explicarlo, pues lo que importa no es tanto el hecho en sí como la actitud que adoptan quienes lo experimentan. Nuestra realidad parece producto de una alucinación y Kafka supo expresar este sentimiento bajo la forma de parábolas o metáforas. Así, el arrollador universo puede adoptar el aspecto de una gigantesca burocracia, tan ciega como absurda. Los protagonistas de Kafka, trasuntos apenas disimulados de sí mismo (Josef K, el agrimensor K), avanzan a trompicones entre una niebla oscura e incomprensible sin saber hacia dónde se dirigen ni con qué objeto.

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García Márquez afirmó en una entrevista que la lectura de La metamorfosis alteró por completo su concepto de lo que podía ser escrito. No fue el primero ni el único. Sin Kafka no existirían (al menos, no tal como los conocemos) ni Borges, ni Cortázar, ni Camus, ni Sartre, ni Kadaré ni Felisberto Hernández. No existirían ni Orwell, ni Philip K. Dick, ni Murakami ni Terry Gilliam ni cualquiera de las modernas distopías que pueblan las novelas y las películas de nuestra época. Kafka logró (sin pretenderlo y sin saberlo) que su apellido se incorporara al vocabulario común, lo que quizá sea la forma más plausible de inmortalidad. Incluso quienes nunca lo han leído saben o intuyen lo que significa kafkiano (kafkaesque en inglés, kafárna en checo). Tan sólo en la escritura encontró algún sentido a su vida. «Yo no soy sino literatura», anotó, «y no soy ni quiero ser nada más».

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