Andrés Trapiello, Juan Manuel Bonet y Pepe Pérez-Muelas ejercen en el Rastro de ojeadores bibliográficos. Mercedes Mendoza

Una mañana por el Rastro de Madrid con Andrés Trapiello y Juan Manuel Bonet

Ababol acompaña al escritor y al exdirector del Instituto Cervantes por este mercado de lo antiguo que se nutre de casas vacías y de historias interrumpidas, donde los parroquianos se cuidan los unos a los otros y respetan sus hallazgos y gustos literarios

Sábado, 6 de julio 2024, 07:27

Las aceras de Tirso de Molina están mojadas. Fue el territorio de la noche y por eso amanece en este lado de Madrid con un ... regusto amargo, de función inacabada, de batalla perdida, como si la ciudad no estuviese preparada para empezar un nuevo día. Hace unas horas pasó el primer metro por La Latina, las parejas se despidieron en la sala equis y se apagó la algarabía reunida en la Plaza Duque de Alba (poca plaza para tanto nombre). Ahora impacta una luz de ceniza sobre las fachadas de ladrillo visto, un sol vestido de invierno. Son las ocho de la mañana y a lo lejos, en la plaza de Cascorro, empiezan los comerciantes a recitar sus salmos: el de la calderilla en los bolsillos, el de los libros agrietados por las herencias, el de los comerciantes saludando a la parroquia como el cura lo hace a quienes prefieren ir a misa.

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Nunca he venido al Rastro porque no creo que a los objetos se les pueda alargar la vida después de la muerte de sus propietarios. Muchos domingos caminaba con mis amigos por el Marché aux puces de Saint-Ouen, en el extrarradio parisino, y jamás compré nada, medio aprensivo y melancólico, como si fuese a robarle el alma a un señor llevándome una lámpara que le había pertenecido o un tablero de ajedrez donde una dama del siglo XIX mataba al rey y al tiempo. Polvo y olvido machacado por transacciones desorbitadas, pensaba yo, quien un día vio un cartel del homenaje a Machado que le hicieron en la Sorbona, pintado por un tal Picasso. Miles de euros costaba aquella nostalgia. Y no volví más.

Andrés Trapiello y Juan Manuel Bonet revisan el material fotográfico de una caja del Rastro en busca de alguna joya perdida. Mercedes Mendoza

Pero esta mañana de elecciones europeas soy un hombre nuevo que ha quedado con Andrés Trapiello. Él es el dios psicopompo que me guía por los caminos de las novedades, algunas con siglos de antigüedad. El Rastro es una forma de pensar la vida, reflexiono mientras alzo la vista para comprobar si el escritor se acuerda de nuestra cita. Escenas cotidianas detenidas en el preciso momento en el que pasaron a formar parte de la curiosidad. Al Rastro no se viene a comprar, sino a rescatar. Lo que se vende no son objetos, sino recuerdos. Es una cadena de compromisos y olvidos que se va extendiendo cada domingo y que conforma el pasado común de un barrio, de una ciudad, de un país. Los objetos del Rastro no nos pertenecen más que como préstamo. Es el equilibrio entre el ayer y el mañana de las cosas sin nombre. El presente, hoy, es un libro que no sabemos que buscamos.

La sección de los libros franceses

Llamo a Trapiello tras unos minutos de incertidumbre. Los que somos neófitos en el Rastro caminamos por los puestos como turistas torpes, con miedo a pisar, con espanto a tocar. Me dice que está en la sección de libros franceses, en Vara del Rey. Se encuentra a pocos pasos de distancia. Me explica que debo cruzar la plaza de Cascorro y recorrer la calle de las Amazonas, un nombre que me sugiere aventuras de conquista y miradas de descubrimiento. La plaza revive de un naufragio. Se alzan las mesas con baratijas, porcelanas que quieren ser de otras chinas, candelabros de siete brazos, ropas de ejércitos ya vencidos hace mucho tiempo y libros explorando el sentido más absoluto del caos. Hay que meter las manos, empolvarse los dedos y agasajar el papel gastado para leer los títulos.

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Trapiello es una institución en el Rastro, precisamente porque es el heredero de una estirpe de escritores que defiende con pluma y madrugones la existencia de este mercado que sirve de frontera entre la sutileza europea y los hábitos africanos de los negocios. Sobre sus calles, institucionalizadas desde antes del siglo XVIII, han escrito Ramón Gómez de la Serna y Azorín, Galdós y Barea, autores de tinta fresca que deambulaban por esta nación que nace los domingos por la mañana y muere a la hora del aperitivo. Porque el Rastro es un sentimiento, una lucha tangible con escasas horas de vida, el único día en el que se puede perder el tiempo.

Mercedes Mendoza

Me saluda con los brazos abiertos, porque en este país todo el mundo es bienvenido y no hay más frontera que la ilusión por hallar nostalgias ajenas. Lleva una hora de búsqueda entre los puestos, observando y tocando, explorando entre los rincones, mirando a los ojos a los vendedores para comprobar si han traído material nuevo. Sus pies conocen de memoria los caminos serpenteantes de los quioscos, las esquinas de las mesas. Ya ha finalizado su incursión por la sección de libros franceses, folletines y ediciones antiguas de obras del siglo XIX. A su lado está Juan Manuel Bonet. Mirada limpia y americana elegante. Ya nos habíamos visto hace muchos años, pero no se lo digo.

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Son las nueve y veinte. Justo antes de dejar la Plaza de Vara del Rey y descender por la cuesta de Carlos Arniches, Trapiello observa la panorámica, a los visitantes que no dejan de llegar, las mercancías que se disponen como mapas recién abiertos. Tal vez siente miedo de haberse olvidado de algún recoveco. Una primera edición de Victor Hugo.

El diario del capitán Dreyfus en la isla del Diablo. Libros que comprará otro y que le cambiarán la vida. Son muchos años para dejarse impresionar, pienso. A esta hora, lo mejor del Rastro es la luz expresionista sobre la plaza, me dice. Y abandonamos la literatura francesa para siempre. Es cuando aprecio que Juan Manuel Bonet lleva un libro de pastas azules bajo el brazo. Uno de esos libros que huele a primera edición.

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Andrés Trapiello y Juan Manuel Bonet, en el Rastro. Mercedes Mendoza

Se suma al cortejo de ojeadores bibliográficos Manuela Romero, que Trapiello me presenta como vieja amiga del Rastro y gran lectora de sus diarios. Me cuenta que le merece la pena madrugar los domingos, aunque sea un movimiento que contradiga el dictado religioso del descanso. Bonet confiesa que hace muchos años, venían aquí cuando se despertaban, después de una noche de exploración del Madrid nocturno, pero cuando llegaban al Rastro ya no encontraban nada. Los buenos libros se los habían llevado los madrugadores, dice con pesar. Inscrito, pues, el primer mandamiento: los domingos se madruga por lealtad a los volúmenes olvidados. Aunque sean franceses.

En el camino de los hermanos Cáceres

Le confieso a Bonet que nos conocimos hace muchos años, cuando él dirigía el Cervantes de París y yo era un usuario diario de la Biblioteca Octavio Paz, en el edificio de la Avenida Marceau. Fueron buenos años, me dice. Recuerda las exposiciones que organizaron, las rutas literarias de españoles exiliados en París y la intensa vida cultural de ese rincón español en la orilla derecha del Sena. Compartimos recuerdos comunes, pero él no se acuerda del estudiante desgarbado que yo era por aquellos días, tan harto de soledad que se iba al Cervantes a hablar español.

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Mesas con baratijas, porcelanas, copas y candelabros aguardando a que alguien ponga sus ojos en ellas. Mercedes Mendoza

Bonet anuncia que él no busca, sino que encuentra. La cita es de Picasso. Le otorga la paternidad al pintor antes de que le reclamen derechos de autor. Pretende encontrar libros sobre las vanguardias, su verdadera especialidad. En los años veinte el arte se hizo manifiesto y, a través de los colores, el mundo se podía escribir. Sus años como director en el Reina Sofía lo convierten en uno de los mayores eruditos que hay en este país y como experto sabe que los resquicios del arte se encuentran entre las mesas desordenadas del Rastro. Al arte se llega por esta calle, nos dice, y nuestros pasos dan con la plaza del Campillo del Nuevo Mundo.

Allí las mesas se multiplican. También las conversaciones. El Rastro es el punto de encuentro de los amigos. Son parroquianos, apunta Manuela Romero, atenta a localizar ejemplares que le puedan valer a Trapiello. Se cuidan los unos a los otros. Respetan sus gustos literarios. Una multitud de ojos ve más que dos y por eso se llaman a voces en la plaza para informar de un nuevo hallazgo. Se ha formado una especie de hermandad de sangre literaria, basada en madrugones y confidencias. Manuela me pone sobre las manos 'La familia Moskat', de I. B. Singer, un libro casi perdido en español. Me anima a comprarlo. Tu primer hallazgo, me dice, mientras los buscadores de libros sacian el tiempo perdido por el camino de los hermanos Cáceres.

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Columnas de viandantes entre las mercancías, que, según Pepe Pérez-Muelas, se disponen «como mapas recién abiertos». Mercedes Mendoza

Llegamos al puesto que sirve como faro de salvamento. Cuando alguien se pierde, se vuelve al punto de partida, la tienda de los hermanos Cáceres. Tiene mapas antiguos de Madrid, una valija con fotografías en blanco y negro. En una identifico a Kipling. ¿Qué hace su rostro tan lejos de la India en un plaza madrileña que ya empieza a ser soleada? Trapiello deja las bolsas con sus últimas compras. Me dice que esto es como un día de pesca. Hay domingos en los que uno vuelve cargado de libros. Otras veces se va de vacío. La semana anterior encontró catálogos de los años cincuenta de Galerías Preciados. Le sirven para futuras novelas. La ambientación lo es todo, afirma, mientras saluda a los tenderos y un hombre se acerca con un ejemplar antiguo de uno de sus libros para que se lo firme. No me atrevo a preguntarle si lo ha comprado también en el Rastro.

En Ribera de Curtidores se abren más puestos de libros. Llevan bastante tiempo aquí, me dice. Habla de la suerte, de estar en el momento preciso el día indicado. Su mujer, la filósofa y experta en arte, Miriam Moreno, ha venido una sola vez al Rastro, hace cincuenta años, confiesa. Encontró una primera edición de Juan Ramón Jiménez y ya no ha vuelto más. Intento reconstruir cómo ha llegado ese libro hasta una mesa del Rastro. Trapiello abre los ejemplares y busca una dedicatoria en la primera página. Este mercado también se nutre de casas vacías, de historias interrumpidas, como el saqueo de la biblioteca de Juan Ramón en abril del 39 a manos de falangistas. Es una segunda oportunidad que la vida le da a los libros de ser vividos.

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Un puesto con una escogida selección de material listo para la venta delante de la tienda Antigüedades Bermúdez. Mercedes Mendoza

El libro como objeto de arte

Con varios ejemplares bajo el brazo. Trapiello se despide. El resto de la expedición se ha perdido en otras plazas, en otras bibliotecas naufragadas. La obligación moral de votar en las elecciones europeas interrumpe su paseo tranquilo por el Rastro. Me anima a seguir caminando solo, a dejarme vencer por la incertidumbre, como si las horas del día dieran a basto para completar las jornadas de lectura. Trapiello me da la mano y me dice que una cosa es comprar el libro y otra bien distinta es tener que leerlo. Entiendo que aquí se ama al libro como objeto de arte, como recuerdo fragmentado de una memoria múltiple. Y así paso el resto de la mañana, ya iniciado en esta nueva religión sin Dios y sin más mandamientos que el de elegir qué historia quiero sacar del olvido.

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