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El escritor vallisoletano Adolfo García Ortega. HENAR SASTRE

El sintoísmo de García Ortega

Novela. Un libro iniciático que nos engancha y adentra en una rama herética de la religiosidad japonesa

IÑAKI EZKERRA

Lunes, 24 de mayo 2021, 21:04

Aunque las lindes entre los géneros siempre han sido borrosas y hoy lo son más que nunca, el elemento narrativo en el ensayo suele tener ... una función ilustrativa de las ideas o las tesis que este desarrolla, como el ingrediente reflexivo en la novela cumple normalmente el objetivo de interpretar los hechos que se narran. Pero en literatura el camino siempre está abierto a las excepciones. Es el caso de 'La luz que cae', la nueva entrega literaria del novelista y ensayista vallisoletano Adolfo García Ortega. La propuesta que representa este libro es singular. Decir que se halla a medio camino entre la novela y el ensayo es decir poco pues su escritura resulta demasiado inusual como para no merecer una descripción más matizada y precisa. En este texto, lo narrativo y lo ensayístico no es que se combinen o alternen sino que se funden literalmente.

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Su argumento no se basa en hechos sino en conceptos, imágenes, sensaciones o sentimientos así como en el modo libre en que estos se asocian para derivar en una intuición, un hallazgo poético, una percepción religiosa o una construcción teórica. El autor va desarrollando hipótesis, homologaciones abstractas y metafóricas e incluso algo muy parecido a conclusiones silogísticas tomando como premisas no certezas objetivas sino una cita que recuerda de una lectura incrustada en una lejana experiencia, una confidencia que comprendió solo a medias y después de años, un verso de significado ambivalente o directamente críptico que nunca ha acabado de descifrar. Y lo que le lleva de una especulación a otra no es la lógica aristotélica sino el propio hilo narrativo, como si este constituyera por sí mismo una senda hacia el conocimiento.

'La luz que cae' es un libro iniciático al que se le pueden buscar parentescos con el 'Siddhartha' de Hermann Hesse, el 'Adonay' de Jorge Adoum, los 'Claros del bosque' de María Zambrano o 'Las moradas del castillo interior' de Teresa de Ávila. Su punto de partida es espacial y físico: un viaje que el autor hizo a Japón para impartir unas conferencias sobre traducciones y traductores, tema en el cual ya detectó un signo premonitorio. Por lo que explica, ya existía en él una predisposición a la experiencia mística desde años atrás y gracias a la lectura de un libro de Roland Barthes, 'El imperio de los signos', que él tradujo y prologó. De dicha obra evoca una sentencia («Decir Japón es decir allá lejos») que le facilitó el camino para lo que él llama «entrar en lo japonés».

No es Barthes la única referencia intelectual que actúa de guía iniciática en estas páginas. Hay otras igual de esenciales para el iniciado en ciernes como la de Kenzaburo Oé, a quien este conoció personalmente en 2004, cuando visitó España invitado por Seix Barral, editorial que entonces García Ortega dirigía, o como las 'Iluminaciones' de Arthur Rimbaud, que él lleva consigo en el tren que hace el trayecto de Osaka a Tokio y desde cuya ventana experimenta la primera revelación ante la contemplación del Monte Fuji. Pero la gran referencia en este libro es la de Hiroshi Kindaichi, un carismático pensador del siglo XVIII, que elaboró una versión propia y heterodoxa del sintoísmo, la religión originaria del Japón que ha convivido y convive aún con el budismo. De él se nos brinda una interesente documentación como el decálogo de su 'Tratado del sintoísmo herético'.

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Todas esas referencias, y otras que se suman a lo largo del texto, no se quedan quietas. Se mueven como personajes, nos esperan en un recodo de otro capítulo, reaparecen de forma recurrente haciendo que avance el discurso iniciático como si supliera a la acción novelística a base de informaciones, deducciones o evocaciones analépticas que se le van dosificando al lector para mantener viva su atención como lo hacen las pesquisas de un relato policíaco. Y, así, ese discurso relaciona a unos autores con otros y unas citas con otras citas estableciendo una suerte de lógica narrativa. Y lo hace serena, rigurosa, metódicamente, sin ánimo de deslumbrar con fuegos artificiales retóricos, sin la verborrea apabullante de Sánchez Dragó que, en propuestas en apariencia similares a esta, da la impresión de saber tramposamente la conclusión de antemano.

'La luz que cae' nos puede producir la sensación de haber accedido a la claridad total o de haber caído en la sombra absoluta; de haberlo entendido todo o no haber comprendido nada, lo cual para el sintoísmo viene a ser lo mismo. Lo que sí queda es la sensación de una lectura placentera que atrapa como un 'thriller' y enajena como un buen poema.

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