Salmón y la distopía infantil
Novela. El autor de 'Sistema' regresa a la ficción futurista para denunciar la banalización de la palabra
IÑAKI EZKERRA
Lunes, 13 de diciembre 2021, 21:15
La utilización literaria del niño como instrumento de terror tiene abundantes antecedentes. Podemos encontrarla en novelas como 'El señor de las moscas' de William Golding, ... en 'El tambor de hojalata' de Günter Grass o en 'El otro' de Thomas Tryon. A ellas pueden añadirse otras en las que entra en juego el ingrediente fantástico, como es el caso de 'Amor de monstruo', de la norteamericana Katherine Dunn, o 'Casa de campo' del chileno José Donoso. Es a esa moderna tradición a la que ha recurrido el escritor asturiano Ricardo Menéndez Salmón en 'Horda', su nueva entrega narrativa, para mezclar el elemento infantil con el género distópico. La novela plantea la ficción de una sociedad en la que los niños, hartos de la extrema banalización, de la utilización perversa y la pérdida de sentido a las que los adultos han sometido el lenguaje, han terminado haciéndose con el poder y decretando la prohibición del uso de la palabra tanto en su manifestación oral como en la escrita.
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El libro de Menéndez Salmón no tiene la enjundia ni la ambición de las grandes distopías clásicas, que inevitablemente le sirven de referencia, sino que más bien se queda en una suerte de alegoría o parábola que no sobrepasa las 120 páginas. Su protagonista es un tipo que tiene como misión vigilar una granja de monos y que, como el lenguaje ha sido extinguido, carece de un nombre propio y es aludido con el pronombre 'Él', escrito con mayúscula, en un texto premeditadamente aséptico en el que prevalece una voz narrativa que habla en pasado de tercera persona. La perplejidad y la fascinación que ese mudo vigilante experimenta en las primeras páginas ante la visión de una mujer que lee y que se ríe (también la risa y la alegría están prohibidas en esa silenciosa pesadilla como una comprensible consecuencia de la proscripción verbal) despierta en su interior un irrefrenable impulso de rebelión que se revela enseguida como el detonante de toda la acción narrativa. Será ese personaje femenino, la lectora, la que interrumpa el discurso del narrador omnisciente y su rígida asepsia para hablar en primera persona, con unas dosis de dramático aunque contenido lirismo, de la mutilación que ha supuesto la condena al silencio y la prohibición de libros. Lo hace en el capítulo IX, de los dieciocho en que está dividida la novela, y que cumple una función tan explicativa como emotiva. En su encendida defensa de la lectura, el lector puede percibir esa toma inesperada de la palabra como lo que pudiéramos llamar 'el corazón del texto', así como del propio universo deshumanizado y mecanizado que en este se nos describe.
El 'Fahrenheit 451' de Bradbury y el '1984' de Orwell se encuentran obviamente presentes en esas grandes pantallas que presiden tanto los hogares como los espacios públicos del libro y en las que proyecta constantemente imágenes una entidad denominada Magma, que es la expresión tecnológica del control totalitario. Como lo están también en los niños robotizados que forman esa policía del pensamiento que se sirve de un fantástico artilugio electrónico, el Tesauro, para ejercer su control sobre los individuos, localizar las desviaciones de conducta en estos y castigarlas convenientemente con la muerte o la amnesia. Contribuyen a la fantasmalización de la atmósfera y el escenario novelesco los propios monos, en los que el protagonista buscará unos aliados en su peligrosa aventura hacia la libertad, así como otra ausencia notable del paisaje –la noche– en esa hiperrealidad enrarecida y presidida por una media luz permanente.
En teoría al menos, las ficciones distópicas no persiguen la verosimilitud, pero sí una verdad en la pesadilla que describen y relatan. Es por esa verdad por la que puede preguntarse el lector de 'Horda'. Y es que, aun a sabiendas de que nos hallamos ante una ficción que no persigue la credibilidad realista, late una cierta incongruencia en todo este planteamiento argumental que traiciona su denuncia y que responde a una contradicción ética: si los niños se han hartado de las manipulaciones y mentiras que practican los adultos con el lenguaje, ¿qué hacen abundando en ellas? ¿Contra qué va su resentimiento? ¿Contra la tiranía que pervierte la palabra o contra la palabra misma, que es erradicada para que triunfe otra tiranía en versión muda? ¿Qué hartazgo ante la pérdida del sentido del lenguaje cabe en unas criaturas que son descritas en la página 15 con «la misma idiocia tranquila, el mismo gesto anfibio entre la estulticia y la apatía»?
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