Una nueva investigación, publicada en 'Proceedings of the National Academy of Sciences', descubrió que, mientras que los animales domésticos en la Francia mediterránea crecieron durante ... la Alta Edad Media, las especies salvajes se redujeron. Este hallazgo muestra cómo la humanidad, desde el inicio de la agricultura, ha sido una fuerza evolutiva tan decisiva como el clima o la selección natural.
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El estudio, que analizó 225.780 huesos procedentes de 311 yacimientos arqueológicos, permitió reconstruir la evolución morfológica de animales como ciervos, zorros, conejos, ovejas, cabras, vacas, cerdos y gallinas. Los resultados evidencian que, a lo largo del tiempo, las especies salvajes y domésticas respondieron de manera diferente a las transformaciones del paisaje y a las prácticas humanas. La evolución biológica deja de entenderse únicamente como un proceso natural, incluyendo el impacto de la cultura, la tecnología y la economía humanas.
Durante el Neolítico (6000-2000 a. C.), cuando las sociedades humanas pasaron del nomadismo cazador-recolector a la agricultura y la ganadería, se observó una reducción común del tamaño corporal en todas las especies. Esta tendencia refleja la influencia simultánea del cambio climático y de las primeras actividades humanas, transformando los hábitats mediante el cultivo y la domesticación. La creación de campos agrícolas redujo la biodiversidad y limitó el acceso de los animales a recursos naturales diversos, afectando directamente su morfología. El ser humano comenzaba a actuar como una fuerza ecológica, capaz de alterar las cadenas tróficas y modificar el equilibrio evolutivo.
En la segunda fase (2000 a. C.-300 d. C.), que abarcó desde la Edad del Bronce hasta el período romano, se produjo una recuperación del tamaño corporal tanto en especies domésticas como salvajes. La gestión más racional del paisaje, la expansión de la agricultura y la introducción de nuevas prácticas de cría favorecieron animales más grandes y productivos. Los ciervos y zorros prosperaron en los paisajes abiertos que los humanos crearon despejando los bosques. Por primera vez, la acción humana no solo redujo o presionó, sino que también modeló positivamente ciertas poblaciones animales, estableciendo un equilibrio entre domesticación y aprovechamiento del entorno.
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La situación cambió drásticamente tras la caída del Imperio Romano de Occidente (siglo V d. C.). Durante la Antigüedad tardía y los primeros siglos de la Edad Media, el abandono de tierras agrícolas, la deforestación y los procesos erosivos provocaron una nueva reducción del tamaño corporal en animales salvajes y domésticos. La desorganización de las redes agrarias y la degradación del suelo disminuyeron los recursos y obligaron a los animales a adaptarse a entornos más pobres. Esta etapa evidencia cómo las crisis socioeconómicas humanas también repercuten en la evolución biológica, ya que los cambios culturales y políticos transforman indirectamente los ecosistemas.
El patrón más sorprendente aparece en la cuarta fase (1000-2000 d. C.), cuando las trayectorias evolutivas de animales salvajes y domésticos divergen radicalmente. En plena expansión de la agricultura feudal y más tarde industrial, los animales domésticos aumentaron de tamaño gracias a la cría selectiva y la ganadería intensiva, pero las especies silvestres continuaron disminuyendo. El ser humano había aprendido a manipular la herencia biológica a su favor, eligiendo los rasgos más útiles, dada su mayor masa, docilidad o producción de carne y leche. En contraste, la caza, la tala masiva y la urbanización redujeron los hábitats naturales, limitando el crecimiento de los animales libres. Un proceso evolutivo dual, pues ha sido artificial para los domésticos y restrictivo para los salvajes.
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El estudio de los huesos y de sus proporciones revela una tendencia general, porque conforme la humanidad avanza tecnológicamente, la selección natural se reemplaza por una selección cultural o antropogénica, y los humanos dirigen los ritmos evolutivos. Son manifestaciones extremas de un proceso que comenzó hace miles de años. La humanidad es capaz de redibujar los ecosistemas a escala planetaria. Las implicaciones son profundas. En el ámbito animal, la presión humana conduce a la reducción de la variabilidad genética. En las plantas, el monocultivo y la agricultura intensiva generan especies altamente productivas pero frágiles ante plagas o el cambio climático. En el entorno físico, la deforestación, la contaminación y el calentamiento global actúan como nuevas fuerzas de selección que condicionan qué organismos sobreviven.
Los humanos ya no son meros observadores del proceso evolutivo, sino agentes que lo dirigen. Comprenderlo es esencial para diseñar un futuro sostenible, donde la intervención humana no destruya, sino que acompañe la continuidad de la vida en todas sus formas. Somos responsables.
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