Borrar
El imponente Château Frontenac. R.P.
¡Oh, Canadá! Quebec (Quebec) (V)

Quebec, la pequeña París

O del encanto europeo en medio de Canadá

Miércoles, 13 de agosto 2025, 18:50

Comenta

Paloma Segrelles, de soltera Paloma Arenaza, ya era animadora sociocultural antes de que se inventara el término. Personaje holístico (del '¡Hola!'), anfitriona consumada y 'socialité' de los pies a las cejas, es Presidenta de Honor del Club Siglo XXI, un foro en el que, durante la etapa final del franquismo y la transición española, se mezclaron políticos de todo signo para debatir sobre cómo llevar a España hacia la democracia. Allí, en sus dominios cluberos, fue donde conocí a Segrelles hace unos años durante la presentación de un libro del dibujante Puebla. Al enterarse de que servidora era cartagenera, la ínclita exclamó: «¡Uy, Cartagena! ¡La pequeña París!».

Entiendo que el paso del tiempo habrá endulzado el recuerdo que Paloma Segrelles tiene de la temporada que pasó viviendo en mi ciudad, porque ya les digo yo que lo único que comparte Cartagena con París es la zona horaria. Bueno, y una cierta querencia por la insurrección: si en 1871 se lio con la Comuna de París, en 1873 la liamos nosotros con el Cantón de Cartagena, en el que incluso se adoptaron algunas medidas que tenían similitudes con la sublevación parisina. Ese espíritu subversivo también lo tenemos en común con Quebec, sobre todo desde que, en la década de los 60, la Revolución Tranquila pusiera las bases del moderno nacionalismo quebequés, aunque el afán de independencia no terminara de cuajar en las urnas: en 1980 se convocó un referéndum que los independentistas perdieron por diez puntos, y en 1995 se realizó otra convocatoria en la que, a diferencia de la primera, perdieron por un estrechísimo margen.

Sin embargo, ha sido la amenaza norteamericana la que ha vuelto a unir a los canadienses: en abril, cuando se celebraron las últimas legislativas, el soberanista Bloque Quebequés perdió diez escaños. Eso sí, a la madre de Trump los quebequenses la siguen mentando en francés, ya que más del 70% solo habla esa lengua. Por eso se dirigen al visitante directamente con un «bonjour» o, como mucho, y en el improbable caso de que sean bilingües, le consultan qué idioma prefiere. «Inglés», respondo, aunque salpico la conversación con algunas palabras en francés pronunciadas con un acento que es un atentado oral. Afortunadamente, los quebequenses no son tan hostiles como los franceses, y responden a mi patético intento políglota con una sonrisa.

No se ganó Zamora en una hora, pero Quebec se ganó en media. Pasamos por las Llanuras de Abraham, el lugar donde los franceses acabaron sometiéndose a los ingleses (ya saben, «Je me souviens»). Hoy, el escenario de una de las batallas más famosas de la historia de Canadá es una enorme alfombra de un césped tan brillante y perfecto que parece artificial. Sobre ella, los quebequenses asisten a conciertos, recreaciones históricas o exposiciones al aire libre en verano, mientras que, durante el invierno, la alfombra verde se convierte en blanca para acoger esculturas de hielo y toboganes de nieve. Esta mañana son muchos los que caminan por sus senderos, juegan al fútbol o se sientan en los innumerables bancos que salpican la llanura.

Quebec es una ciudad para ser disfrutada y vivida por el 'flâneur', por el andarín sin rumbo que se deja llevar. Así, fluyendo, que dicen los modernos, recorremos Quebec. Al pasar por los jardines del parlamento quebequés nos detenemos a contemplar unas jardineras donde hay tomates, judías y zanahorias. Es curioso: me da la impresión de que unas cuantas hortalizas han sido capaces de transformar un espacio institucional en un lugar acogedor y accesible para el ciudadano. Y esa impresión, sea con o sin huertos de por medio, sea acertada o no, me acompaña a lo largo de todo el viaje: en Canadá parece que las distancias entre gobernantes y gobernados son mucho menores que en España.

Seguimos caminando. La muralla que rodea el casco viejo (Quebec es la única ciudad amurallada al norte de México) y el paseo entre galerías de arte, tiendas, anticuarios y bistrós adornados con macetas en flor y guirnaldas se nos antojan conocidos, tanto como las cuestas, las escaleras y las callejuelas empedradas que llevan al puerto y que serpentean entre casas con fachadas de piedra gris y techos de colores. Sí, Quebec es el encanto europeo en medio de Canadá.

Arriba queda la parta alta de la ciudad, edificada sobre la cima de un acantilado que ofrece una vista deslumbrante del río San Lorenzo. Preside la zona el imponente Château Frontenac, un pastiche que mezcla elementos del Renacimiento francés junto con otros detalles góticos y románticos. Es lo que los canadienses entendieron que podía atraer a los turistas adinerados de finales del XIX y principios del XX, y es lo que, en la actualidad, entiende el director de arte de una película norteamericana por el castillo de un país imaginario del viejo continente. Genovia, por ejemplo: si Anne Hathaway se asomara por una ventana del Frontenac, no me extrañaría nada.

Bajando hacia el puerto R.P.

Entre tanto encanto añejo nos topamos con Exmuro, una galería concebida como un espacio público para el arte contemporáneo. Tenemos una suerte tremebunda: tres audiovisuales de Pipilotti Rist y un par de instalaciones de dos artistas desconocidos (para nosotros, claro, que somos unos zopencos) nos dejan boquiabiertos. Una es de Martin Bureau, y la otra de Isaac Cordal, gallego para más señas. Sintiéndonos comisarios del Reina Sofía, decidimos celebrar nuestra inmersión en el arte moderno con una cerveza, y nos sentamos en una terraza en el rellano de una de las escaleras que conducen hasta el puerto. Allí, y llevada por el espíritu de Pipilotti, grabo una escena en la que se ve subir y bajar una cantidad extraordinaria de gente de toda clase, raza y condición. Después, en el hotel, compruebo que mi creación audiovisual es tan mala que no la exhibirían ni en la casa de la cultura de Orejilla del Sordete.

El día, de un sol brillante, contrasta con lo que Gilles Vigneault canta en 'Mon pays', el tema que ha acabado convirtiéndose en el himno no oficial de Quebec: «Mon pays ce n'est pas un pays, c'est l'hiver» («Mi país no es un país, es el invierno»). El invierno al que se refiere Vigneault es la experiencia compartida de enfrentarse, año tras año, a un clima extremo y desafiante que forja el carácter, la identidad y la forma de vida del quebequés. Pero este país, su país, también disfruta del verano. Esta mañana hay un bullicio burbujeante y cálido, sopla la brisa dulce de un río que es un mar y los restaurantes del puerto están atestados. Por un momento creo estar en la Costa Azul: los camareros nos preguntan «Qu'est-ce que tu veux boire?», y al fin podemos pedir algo que no hace que el colesterol alcance índices nunca vistos en un ser humano. Al menos, vivo.

No me he tropezado con las alegres comadres mexicanas, pero sí con Barbie Ipanema. Dispuesta a honrar a la antigua colonia francesa, patea Quebec con unas sandalias de Hermès, un bolsito de Louis Vuitton y unas gafas de Dior que tapan sus ojos azules (seguro que son lentillas). Supongo que mañana, para ir a avistar ballenas, se vestirá de Capitana Pescanova reinterpretada por Jean Paul Gaultier. Por mi parte, yo he aprovechado las rebajas quebequenses para agenciarme una sudadera gorda, de esas de pelito por dentro, que ha dicho Alfonso que vamos a pasar frío persiguiendo a Moby Dick. Bastante tengo ya con irme de aquí con dos kilos más y el hígado graso como para, encima, pillarme un constipado.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

laverdad Quebec, la pequeña París

Quebec, la pequeña París