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Vistas. Montreal desde la playa urbana. R. P.
¡Oh, Canadá! Montreal (Quebec) (VII)

Fin del canadeo

O de Montreal, el Capitán Canadá y las líneas horizontales

Viernes, 15 de agosto 2025, 19:02

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«Capitán Canadá». Escucho por primera vez ese nombre en el autobús camino de Montreal. Lo ha dicho Alfonso mientras hablaba con un matrimonio de Ávila, así que me levanto y me pongo a su vera, dispuesta a preguntarle a quién demonios se refiere. «Al primer ministro de Ontario, Doug Ford. Le dicen 'Capitán Canadá' porque no se raja frente a Trump, y ha salido varias veces con la gorra de 'Canadá no se vende'», me responde. Tiene su lógica: cada supervillano necesita un superhéroe. Y Trump ya tiene el suyo. Ya no me necesitan aquí.

Como la periodista de raza que soy, continúo el interrogatorio. Pero Alfonso, perro viejo, nota demasiado interés por mi parte y se escabulle. Hoy prefiere contar cosas sobre Montreal. Lo cierto es que es divertido escucharle: a veces, cuando se encanta oyéndose hablar micrófono en mano, el guionista de culebrón mexicano que lleva dentro vence al guía, y acaba recreando el pasado con el mismo rigor histórico que 'Los Bridgerton'.

No se equivoca, en cambio, cuando dice que Montreal es una isla situada en el encuentro entre tres ríos: el San Lorenzo, el Ottawa y el río de las Praderas. Tampoco al decir que es la ciudad más industrial de Canadá, ni que el auge del nacionalismo quebequés propició que muchas instituciones financieras emigraran de Montreal a Toronto en los 70: la prueba palpable es que, en la antigua calle financiera de Saint‑Jacques, hay varios edificios bancarios reconvertidos en hoteles de lujo.

Recorremos Montreal en autobús. Es algo que aborrezco: ver las ciudades desde la ventanilla me hace sentir una pobre huérfana dickensiana que, hambrienta, contempla por el escaparate de la pastelería los dulces que no puede permitirse. Quiero comerme la ciudad, saborearla, imaginarme que soy parte de ella por un rato. Para matar el gusanillo, me dan unas migajas parando en el Parque Olímpico de Montreal quince minutos, donde hay una plaza dedicada a Nadia Comaneci, el mito, la leyenda y la pera limonera para mi generación desde aquel verano del 76 en el que, con catorce años, consiguiera un 10 perfecto.

'Muskokas' en la playa

Montreal, como casi todas las ciudades canadienses, aprovecha el verano para hacer obras, por lo que el camino hasta la plaza de la gimnasta está impracticable. Me conformo con fotografiar la Torre de Montreal, el edificio inclinado más alto del mundo. La vuelvo a ver, a lo lejos, desde lo alto del Mont Royal, la colina que da nombre a la ciudad y que es un gran pulmón verde. Allí también están los cementerios. No es fácil enterrar en Canadá: en invierno, el suelo está tan congelado que hay que esperar al deshielo, por lo que el cuerpo se almacena en frío hasta que llega la primavera. Me viene a la cabeza el duelo aletargado, suspendido, de 'Manchester by the Sea'. Estoy tan alegre como Leonard Cohen.

El cantautor está enterrado en el cementerio judío. Montreal es su ciudad, pero lo más cerca que voy a encontrarme de él es cuando, por la noche, escuche el 'Hallelujah' recreado por un cantante callejero. También oiré un «Stupid Trump!» de boca de un vendedor de souvenirs al que le compramos una camiseta. Pero, antes de cenar, y sueltos ya por Montreal como vacas sin cencerro, nos vamos hacia el Puerto Viejo. Huele a diésel, a crepes y a hamburguesas, y los gritos de los que se deslizan por la tirolina o se suben en la noria se mezclan con el ruido de los motores de las embarcaciones, el bullicio de la gente y las campanadas de la Torre del Reloj, que vigila la entrada del puerto.

En la playa fluvial, sobre la arena fina, se plantan sombrillas azules y un tipo de silla llamada 'muskoka' que forma parte del paisaje del país, tanto que en 'Canadiana', un disfrutable híbrido entre ensayo, memorias y viajes que escribió Juan Claudio de Ramón sobre los cuatro años que pasó en Canadá, hay un capítulo llamado 'Paisaje con sillas'. «Aquellas sillas, en un escenario tranquilo, frente a la naturaleza callada, se convirtieron en mi imagen predilecta de Canadá», escribe. También en la mía. Cómodamente sentada, la mirada se pierde contemplando cómo todo lo que ha estado muerto durante el invierno silencioso y frío ahora vive de nuevo. Los canadienses, corteses y sonrientes, transmiten la alegría de la resurrección celebrando cada uno de estos días largos y espléndidos. Pero quisiera volver para conocer el invierno fantasmal, romper el hielo que todo lo cubre, ver lo que hay debajo. De ahí ha de venir la oscuridad. Porque haberla, hayla.

Servidora contemplando Montreal. R. P.

Pero este viaje es luminoso, y bajo el fulgor del sol nuestros ojos tienen la impresión de ser los primeros en ver las enormes praderas, los bosques vírgenes, las aguas serenas. Recurro, ahora, a Conrad: «Remontar aquel río era como viajar hacia los orígenes del mundo, cuando la vegetación dominaba la tierra y los grandes árboles eran los reyes», dice en 'El corazón de las tinieblas' por boca de un Marlow tan asombrado como yo ante una naturaleza que parece recién nacida, a estrenar. No me extraña que Trump, como la compañía de marfil del libro de Conrad, como el enloquecido Kurtz, quiera poseer esa belleza apabullante, majestuosa y primigenia.

El secreto mexicano

Dudo que Barbie Ipanema haya experimentado ese éxtasis, pero sí la ira. Y la rabia. Y la frustración. Y otra vez la ira. Aunque la brasileña y su familia vuelven a su país esta noche en lugar de mañana, como hacemos el resto, han reservado una habitación para aprovechar la tarde. ¿Para qué? ¿Para ver monumentos? ¿Para recrearse en la Basílica de Notre-Dame de Montreal? ¿Para dar un paseo en barco? No: para ir de tiendas. «Quero fazer 'shopping', Alfonso!!», le grita al guía. Este, con la paciencia infinita que da llevar años aguantando mecha, procede a solucionar el problema hablando con todo bicho viviente en tres idiomas distintos. Ella, mientras tanto, intenta fruncir el ceño para acentuar su enfado, pero no lo consigue porque el bótox le paraliza la frente. Reconozco que, como la tipa mezquina que soy, me he alegrado un poco de su desdicha.

Dando la última vuelta por Montreal antes de marcharnos, me topo con las alegres comadres mexicanas. Al fin, se desvela el misterio. O parte de él: lucen unas camisetas con la leyenda «25 Girls Trip», pero no sé si es el viaje número veinticinco que hacen juntas o es que celebran veinticinco años de amistad. Lo que sí sé es que los veinticinco los cumplieron, al menos, hace treinta, pero siguen conservando una alegría desbordante, adolescente. En el momento en que voy a acercarme a preguntarles para cuándo el próximo viaje con la clara intención de apuntarme, desaparecen de mi vista. Espero que sean felicísimas en su México natal. Y que se sigan poniendo de acuerdo en los atuendos para salir a comer. Qué chavas tan chidas, que dicen en su patria.

Yo sí que he comido. De todo. He ingerido calorías basura como para quedarme hibernando aquí. Mi cuerpo, que lleva más tiempo a régimen que Cuba, ha respondido al término del bloqueo alimentario cogiendo tres kilos, que me ha engordado hasta la córnea. Literal: «Tienes la córnea gruesa», me ha dicho el oftalmólogo cuando he ido a revisión. Lo mismo es porque está llena de pequeños pueblos y de ciudades enormes, de lagos cristalinos y de arces centenarios, de praderas interminables que despiertan una sensación de amplitud, de libertad sin límites. Canadá es una línea horizontal que se extiende hasta el infinito. Y las rayas horizontales engordan. Eso lo sabe cualquiera.

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