No, no, y mil veces no. Y estaría feo seguir en tan feroz negativa teniendo en cuenta la cantidad de palabras que me ofrecen en ... los artículos semanales de esta santa casa, desde hoy, hasta que me digan lo contrario. Y es que uno dice que va a vestirse de traje y lo miran raro. Como aquel verano que me pasé una gira entera de los Varry bajo un abrigo de plástico de colorines, idea de un insigne diseñador español, que vaya usted a saber por qué, pensó que iríamos de conciertos a Helsinki en vez de a los pueblos más cálidos del interior de Córdoba, que eran a la postre nuestro destino.
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Y es que uno puede agarrarse a aquel mantra feo y casi cristiano de que hay presumir para sufrir, como que la letra con sangre entra, que bienaventurados los pobres, y aquellas otras catarsis que prometen tras el llanto la resurrección de la carne, el espíritu y la belleza.
Pero voy más allá, que nunca fui de cilicios ni puntas de látigo.
No se pone uno elegante en verano, con todo el sudor y deshidratación que conlleva, simplemente por «estar guapo». Qué ordinariez, qué falta de gusto y sentido. Uno se pone traje en verano, uno se retoca el maquillaje y se sube le calcetín, porque ya está bien de ser unos comodones.
Así que como aquel niño al que su madre obliga a hacer la cama por más que le explica «mamá, que la voy a deshacer en nada, que me dejes en paz por favor», uno tiene que ponerse el traje, apretar bien la cordonera y controlar la arruga de la camisa y la doblez de la corbata por fantástico compromiso con el mundo. Basta de hacerse el longuis, el fácil, la hoja en la corriente.
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Ha venido usted a este mundo a embellecerlo y a poner su granito de arena a este tórrido verano de dudosa elegancia, así que no se acomode, que la vida está para ponerla bonita, cogerla del brazo y sacarla a pasear.
Y dejemos la falta de elegancia para los feos de espíritu.
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