Hubiese querido titular este artículo 'Sánchez, el juntacadáveres', pero me refrené en el último momento. Pensé en la clara referencia a la novela de Juan ... Carlos Onetti y también en la plasticidad del asunto. Si observamos fríamente la fotografía, apreciaremos un desfile de cadáveres políticos, ordenados y numerosos, en los tres años que lleva Sánchez en Moncloa. Fueron servidores públicos con carreras intachables, tras décadas de esfuerzo, que han dado su puesto por la supervivencia política del presidente. Algunos actuaron como simples funcionarios del Estado. Se cruzaron en su camino. Estuvieron en el lugar equivocado en el día equivocado. Algunos los llamaron «amigos». La supervivencia no entiende de lealtades. Han sido muchos los que han servido a la patria creyendo que sostenían una bandera. Cuando miraron al mástil no quedaba trapo que izar, solamente una causa innoble.
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Sánchez es un hombre que no conoce otro aliado que su propia sombra. Algún observador perspicaz podría compararlo con Giulio Andreotti, el premier italiano que dominó los entresijos del país hermano durante cuarenta años, pero nuestro hombre carece tanto de escrúpulos que olvida lavarse las manos después de ejecutar. Y lo hace a menudo. Así sucedió con todo el aparato socialista, cuando Pedro prometió hacer grande de nuevo al partido, sin olvidarse de que este ya era exclusivamente él. ¡Pobres afiliados! En esa confusión entre su líder y el partido empezó la perdición de la formación política. Hoy el PSOE no es un partido, sino un club de lealtades, una satrapía en la que los consejeros abanican con plumas de faisán a su líder. Mismo procedimiento ha utilizado con el Estado.
Y no lo he titulado 'Sánchez, el juntacadáveres' para evitar el mal gusto, por aquellos que lean la letra literal y no capten la grandiosidad del lenguaje figurado. Tal vez Onetti no se lo merezca. En esta carrera incesante por la supervivencia, todos alrededor de Sánchez han caído en desgracia. Miremos, por ejemplo, el proceso independentista. Les propongo un reto: observemos quiénes eran los actores principales de aquel fatídico 1 de octubre. Por el lado independentista, los participantes en el desafío al Estado no han cambiado. Ahí siguen con sus parlamentos en el Congreso, sus viajes de Waterloo a Madrid, sus exigencias recaudadoras y su altanería de barrio. Son los socios del Estado, los que sacan presupuestos a cambio del alma. Los que tienen las llaves del gallinero. Faustos de medio pelo. Sin embargo, por el extremo constitucional (hoy defender la Constitución es extremista) nadie ha sobrevivido. Ya no hablo del Gobierno, que cambió de siglas y postura, sino de los funcionarios que juntos pararon el golpe. El primero en ser purgado fue Edmundo Bal, abogado del Estado al que quisieron obligar a 'sanchificarse'. Después, el fiscal general del Estado, tal vez la institución más desprestigiada de cuantas ha tocado este Gobierno. En un alarde de sinceridad persa, Sánchez llegó a decir a los micrófonos de RNE que la Fiscalía era él mismo. Un Luis XIV en toda regla. Eso para poner en valor el puesto de Dolores Delgado, una caricatura de mujer libre e independiente.
Porque nunca en nuestra democracia las instituciones han sufrido un desprestigio tan acusado. Se ha llegado a cesar a un director de la Guardia Civil porque se negó a incumplir la ley. A Pérez de los Cobos, que se había jugado la vida luchando contra ETA, le obligaron a manipular un informe oficial sobre las manifestaciones del 8M en los prolegómenos de la pandemia. No lo hizo, porque aún quedaba decencia, y 'sustituyeron' su puesto para dar «impulso» a los nuevos retos del futuro. Otra cabeza a la picota exigida por Marlaska, ese juez al que no le importó, este sí, 'sanchificarse'.
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Muchos socialistas nostálgicos del sentido común observan a Margarita Robles y a Nadia Calviño como últimos reductos de la decencia. No hay mucho más en un Gobierno que nos ha acostumbrado a habitar el escándalo, que redobla sus esfuerzos diarios en pervertir las instituciones del Estado. Hasta ahora, se ha querido salvar la imagen de estas dos mujeres cuya eficacia está sobradamente demostrada pero que forman parte de la satrapía sanchista. Y en algún momento deberá romperse el cántaro. La connivencia con un líder que digiere todo y lo transforma en chatarra ideológica tiene un límite. Las dos ministras adoptaron el dudoso honor de formar parte del Consejo de Ministros que decretó el indulto a los delincuentes independentistas, sin arrepentimiento de por medio. Y esa es una carga demasiado pesada. Hoy, el escándalo de las escuchas a políticos de acá y allá salpica como una mancha a Robles, obligada a entregar al altar del sacrificio a Paz Esteban, la directora del CNI, una funcionaria intachable que lo único que hizo fue cumplir órdenes. Y cruzarse con Sánchez en el camino. ¿Están dispuestas Robles y Calviño a seguir viviendo en Sanchistán?
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