Nombrar las montañas

Apuntes desde la Bastilla ·

En la Región contamos con decenas de paisajes que cuentan historias de los hombres y mujeres que los habitaron

No necesitamos mapas cuando volvemos a casa. Lo pienso cada vez que paso unos días en Lorca, que paseo por Águilas, donde han transcurrido los ... veranos de mi infancia. Es el decorado de mi niñez, los lugares a los que siempre vuelvo con el pensamiento cuando estoy lejos. De una punta a otra de la Región la geografía se vuelve algo familiar, el escenario de muchos de los momentos de felicidad de la vida. Las montañas, los ríos desecados, las ramblas en las que crecen los rastrojos, las playas de piedra uniforme forman parte de mi ser, imágenes que se repiten en los recuerdos y que llevan asociados irremediablemente el nombre de amigos, momentos cruciales y monotonías pasadas que ahora se echan de menos.

Publicidad

Precisamente por sentirlos tan míos, uno comete el pecado de no prestarles la suficiente atención. Me sucede con las montañas que rodean Lorca y hacen de esta parte de España un valle de tierra seca y agradecida. Su silueta me acompaña allá por donde voy. Me acostumbré desde niño a verlas, a caminar por ellas como quien recorre un sendero familiar, pero sin conocer verdaderamente la propia identidad del accidente geográfico. Desde la Peñarrubia hasta el Cejo de los Enamorados, el sendero recorre collados que nunca he podido identificar. Vivimos de espaldas a los nombres. Sabemos describir el perfil de cada una de las sierras que separan Lorca de Águilas, las calas vírgenes que resisten como guerreros espartanos en la costa de Cabo Cope, pero para mencionarlas recurrimos a metáforas o vivencias.

Ha sido leyendo 'Almenara', la primera novela de Miguel Ángel Ruiz, cuando he sentido el peso de los nombres sobre mi ignorancia. El libro cuenta una historia sencilla: la remodelación de una casa en la sierra que invoca el título. A través de un diario sentimental, el lector se acerca a una geografía que ha sido también suya, con sus desfiladeros, sus salidas al mar y recovecos donde se esconde una fauna que muchos creíamos perdida. A lo largo de las páginas, Miguel Ángel Ruiz logra identificar el paisaje y la casa con su propia vivencia personal. No es un libro sobre la naturaleza o sobre un proceso constructivo, es un encuentro con uno mismo, donde la geografía aguileña sirve de telón de fondo, de esencia misma de la escritura.

He descubierto gracias a la lectura de 'Almenara' que los riscos que nos marcaban el camino también poseen identidad

Desde pequeño he recorrido esa sierra con amigos. Solía salir a hacer deporte con Ramón Pelegrín. Justo antes de la caída de la noche, cuando el cielo se convertía en un estallido de colores anaranjados, subíamos y bajábamos por los caminos pedregosos, encontrando alacranes desorientados, huyendo de una masificación que había convertido el rincón de nuestra infancia en un lugar irrespirable, un conglomerado de urbanizaciones que habían destruido las playas en las que siempre nos habíamos bañado. Aquel era nuestro momento de respiro. La prueba de que el paisaje aún nos pertenecía, podía ser nuestro. El hecho irreductible de que, a la distancia de una carrera, todo aquello volvía a pertenecernos, aunque fuera en la esfera de lo sentimental, durante cinco minutos.

Publicidad

Pero jamás nos preguntábamos por los nombres de esos senderos que pisábamos. Miguel Ángel Ruiz ha convertido ahora ese espacio en un territorio literario. Y al pasarlo al papel, lo ha hecho eterno. He descubierto gracias a la lectura de 'Almenara' que los riscos que nos marcaban el camino también poseen identidad, y con ella una historia por contar, que las playas a las que huimos de tarde en tarde, cuando las obligaciones cotidianas nos lo permiten, pueden ser nombradas y, en la soledad de una mañana, describen un pasado de piratas berberiscos y espías ingleses en busca de barcos alemanes.

Nombrar la geografía es una forma de conocerla. También una manera de empezar a amarla. En la Región contamos con decenas de paisajes que cuentan historias de los hombres y mujeres que los habitaron, que pasaron algún día bajo su sombra y se llevaron el recuerdo para siempre. Este artículo no pretende ser una reivindicación de lo natural frente a lo urbano, sino una conciencia de nuestro peso en el entorno en el que vivimos. Siento que he perdido demasiado tiempo sin conocer el nombre de las montañas que me han rodeado y de las playas en las que me he bañado desde niño. Como en la literatura, al nombrarlos, los elementos del paisaje cobran vida, me cuentan hechos de los que antes que yo lo habitaron. Es hermoso sentirse parte de él, contribuir a que esas montañas que visitamos de tanto en tanto un día se vuelvan, en cierto modo, una mitología a la que recurrir cuando la ciudad nos ahogue.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis

Publicidad