Solo la extremada generosidad de Ángel Cruz, brillante coordinador de la Filmoteca de la Región de Murcia y responsable de su programación, ha permitido que ... yo pueda participar en el ciclo titulado 'La película de mi vida'. Es decir, aquella cinta que, por la razón que fuere, ha dejado en cada uno de nosotros una huella indeleble. Al menos, yo lo entendí de esa manera.
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La película de mi vida, por las razones que ahora trataré de explicar, se titula 'El puente'. Un film de1959 –justo en la época en la que yo nací–, con su inconfundible sello alemán, de poco más de hora y media de duración, ambientada en un pequeño pueblo germano en 1945, justo cuando ya finalizaba la II Guerra Mundial y el ejército aliado llevaba a cabo sus últimas operaciones.
Siete muchachos, de poco más de quince años, que son llamados a filas ante el retroceso del ejército alemán, son enviados no al frente, como ellos desean para emular la valentía de sus padres o la de sus héroes favoritos, sino a un puente cercano a sus propios hogares, en el que apenas hay actividad bélica y donde casi no sucede nada, como en aquel soberbio relato de Dino Buzzati, 'El desierto de los tártaros', que, acaso, también podría ser el libro de mi vida.
Como aún no teníamos televisor, que adquirimos algunos años después en cómodos plazos, vi la película en casa de la tía Josefa, que era mi vecina de enfrente. Fue durante una de esas sesiones de tarde en las que, en la sobremesa, se reunían en torno a ese aparato, que parecía como un dios totémico al que todos adorábamos, adultos y niños que guardábamos un riguroso silencio.
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A mediados de los sesenta, fecha en la que probablemente tuvo lugar esta proyección, la guerra, nuestra Guerra Civil, aún estaba muy presente en nuestras casas, en nuestros silencios, en nuestras miradas. Y observar a unos pobres muchachos abatidos por el fuego enemigo, sajando así no solo sus vidas, sino también sus propios ideales, sirvió para que los más pequeños tomáramos conciencia no solo de la fragilidad del ser humano, sino, sobre todo, de la crueldad de una contienda. Quizá fue por entonces cuando desperté de mi sueño y asumí que los niños, como los mayores, tampoco éramos inmortales, que también estábamos expuestos a un destino caprichoso que actuaba con mano dura y se ensañaba con los más débiles.
Después, pasados los años, cuando he tenido ocasión de dirigir trabajos universitarios y tesis doctorales relacionados con la novela española de posguerra, como la deliciosa 'Celia en la revolución', de la genial Elena Fortún, o 'El perro loco', de nuestro, no menos espléndido, José Luis Castillo-Puche, con la presencia de jóvenes o de animales que sufren en sus propias carnes los rigores de un conflicto absurdo, y ven morir, ante sus propios ojos, a sus seres queridos, me vino de nuevo a la memoria la película de Bernhard Wicki, 'Die Brüke', 'El puente', como si hubiera emergido de entre la espesa sombra del recuerdo.
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Pero si he de ser sincero y me dejara guiar por el corazón, que es la víscera en la que se guardan, como oro en paño, los recuerdos de la infancia, nuestra única y verdadera patria, la película de mi vida fue aquella que vi una noche suave y cálida de verano en un cine de la playa en la que una niña francesa, de diez o doce años, como yo mismo, me tomó de la mano durante la proyección, y yo sentí, a lo largo de todo mi cuerpo, cómo me recorría una fiebre súbita, una felicidad dulce y melosa, que, hasta entonces, jamás había experimentado. De fondo, sonaban las voces de los actores, la música de la banda sonora. Pero nunca supe el título de la película, ni mucho menos su argumento. Ni me llegó a importar a lo largo de esas dos mágicas y tiernas horas.
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