Hubo un tiempo y en ciertas circunstancias en el que estas palabras daban miedo como una sentencia de muerte, sobre todo si quien las decía ... era tu novia con expresión adusta y decidida como si acabara de tomar una determinación incontrovertible y de efectos inequívocos, aunque en alguna ocasión solo fuera lo que parecía, un simple intercambio de pareceres, una toma de decisiones acerca de algún asunto cotidiano sin mayor importancia. Pero también fue muchas veces el preámbulo de una resolución tajante que, de una forma inevitable, le haría daño a uno de los dos, pues hablar en este contexto no era sinónimo bajo ningún concepto de armonía.
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Si había que hablar era porque uno de los dos iba a darle pasaporte al otro, porque hacía tiempo que estaba rumiando una ruptura y no había encontrado las palabras ni la ocasión para decirlo, porque era muy difícil decir esas cosas a palo seco, sin paños calientes, sin excusas, si no eres tú, soy yo, porque la culpa es mía y no te merezco y tú vales mucho, aunque si me paro a pensar, aunque alguna vez haya temido esto, nunca me lo han dicho y nunca lo he sufrido. Reconozco que no me han abandonado nunca, salvo una vez que me dijeron algo así como deja que te llame yo... y hasta ahora.
Ese fatídico y controvertido tenemos que hablar ha sobrevolado siempre a las parejas de mi época, las ha perseguido como una ave infausta, como un mal presagio. Parejas de una época a las que yo pertenecí, tan propicias a contárselo todo y a esa maldita costumbre de la honradez a ultranza, aunque todos sabemos que ninguna de ellas sobreviviría a una constante franqueza sin filtros, porque la verdad es corrosiva, impertinente y siempre molesta, destapa rincones sucios y abre habitaciones malolientes. Por eso incomoda, mientras que el amor no necesita otra cosa que mimo y atención, sutilezas y buen gusto; aunque algunas veces un poco de suspense y de temor no le es contraproducente tampoco, tal vez porque aporta fuego y picante, porque mantiene a los amantes 'in albis' y nunca está mal que estén atentos a las cosas del corazón, no vaya a ser que se les desmande y pierda el rumbo.
Conozco a mucha gente a la que le han dicho esto y luego han anunciado la ruptura, pues después de ese tenemos que hablar viene la verdadera guerra, la contienda final, el inevitable tú por tu lado y yo por el mío, aunque parecen expresiones verbales de otra época, como pasadas de moda. Si las repetimos delante de la persona adecuada, notaremos un sensible estremecimiento del muchacho o la muchacha, como si acudiera en ese instante el remolino de la memoria, como si revivieran el momento concreto, aquella tarde oscura en una cita de café o por la mañana mientras acabábamos la cerveza.
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Escuchamos la sentencia de muerte o la pronunciamos nosotros y se oye como un aldabonazo fatal y tétrico que suena en nuestro cerebro o en el cerebro de la muchacha, porque nos estábamos dejando el uno al otro y lo sabíamos y resultaba inexorable. Era una especie de ensayo para la muerte porque el abandono es precisamente eso, destruir la vida de la que hemos gozado un tiempo, vaciar el tiempo y llenarlo de veneno, sabiendo que de allí en adelante ya nada será igual, y te sientes como si hubieras firmado una sentencia de muerte o alguien te hubiese condenado a la soledad perpetua en los vastos calabozos de tu corazón, porque, contra lo que se piensa, en ocasiones nadie se quiere menos que uno mismo ni conoce a un enemigo más encarnizado y mirar hacia delante no sirve, ni siquiera cuando amanece al día siguiente, porque la soledad no solo no ha desaparecido, sino que la llevamos con nosotros como si nos persiguiera una fiera y supiera con exactitud dónde nos dirigimos.
Luego, los días pasan y ella se queda con nosotros para siempre y ya solo hablamos para decirnos te quiero.
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