Con los programas de cotilleo vespertinos de una conocida cadena de televisión española pasa como con la masturbación femenina: muy pocas mujeres y muy pocos ... televidentes admiten que ven esos programas o que se tocan para disfrutar, pero las estadísticas y el sentido común demuestran lo contrario, y las estadísticas y el sentido común no engañan. Yo creo que lo que une a ambas situaciones debe de ser la atmósfera de pecado, porque ver un programa en el que se informa sobre las infidelidades de algunas estrellas de la canción o del cine o seguir las vicisitudes de un romance mediático posee el tufillo maloliente de las braguetas o las entrepiernas poco aseadas, aunque en estos casos también intervienen los dengues hipocritones de los televidentes de turno. Sin embargo, buena parte de la mejor literatura se ha alimentado de ese vicio, de la costumbre de husmear en las vidas ajenas y contarlo al resto del mundo, y casi siempre eso que se ha contado tenía que ver con la vida íntima de los personajes. De hecho, las grandes novelas del siglo XIX estaban basadas en las intimidades sentimentales y carnales de los protagonistas. Pensemos en la imponente española Ana Ozores, en Madame Bovary o en la elegante Ana Karenina. Podríamos añadir algún nombre más, pero bastarían los enumerados para dar cuenta de una ilustre selección del cotilleo internacional que los lectores de todos los tiempos han necesitado como un canon de las emociones humanas, porque tal vez no basten las necesidades intelectuales ni el mero entretenimiento y nos haga falta la solidaridad con los personajes de las clases altas, esos que compran y venden sus propiedades inmobiliarias con millones de euros, que van al club de campo y entre sus amigos poseen un aristócrata o un banquero de tronío. Porque nos gusta mirar a los más altos, a los mejores, e imitarlos siempre. Algunos hemos pensado alguna vez con una inocencia enfermiza que las virtudes de la sociedad debían ser inmateriales, pero el tiempo y unas cañas nos han quitado la razón. Aquí lo que ha mandado siempre es la categoría, la alcurnia y el dinero y, en su defecto, el poder o a la inversa que igual da, pues donde ande el dinero estará todo.
Publicidad
Ana se lamentaba de su soledad, deambulaba por una regia, antigua y romántica Vetusta debatiéndose entre los ardores místicos que inspiraba el Magistral y la aureola trasnochada y donjuanesca de Álvaro Mesía, que termina ganando la apuesta implícita en el relato sobre quién se llevaría antes a la cama a esta regenta sin rumbo y sin guarda, tan femenina y tan desguarnecida. Y parece que uno estuviera tarde tras tarde asistiendo a la narración ligera y superficial de una noticia de faldas, cuernos y farándula, donde los protagonistas no fueran los populares de la tele, sino un clérigo de altos vuelos, la esposa de un regente o de un médico de pueblo o de un noble ruso, porque el populacho siempre ha centrado su interés en las vicisitudes de la clase alta y ha calmado en parte sus frustraciones vitales con la visión de las desgracias ajenas, sobre todo si estas recaían en la nobleza o en la alta burguesía. Porque atenuamos nuestros dolor en parte si el dolor del otro, del que aparece en la tele cada tarde y que debería tener todas las razones para ser feliz, no lo es del todo, porque esté a punto de divorciarse o de que le expropien la casa o porque no da ni una en el amor y va de fracaso en fracaso sin rumbo fijo. Solo entonces somos felices.
Y por esto necesitamos un programa de basura televisiva como una medicina semanal, una vacuna o un paliativo para nuestra tristeza humana y un medio para salir de nuestra constante depresión.
No podemos estar sin las pequeñas desgracias cotidianas de la Pantoja como no podemos estar sin ibuprofeno en el botiquín.
Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión