Tirando a dar

¿Ternura o patetismo ridículo?

Lo primero que me vino fue la crueldad con la que aquel patán insensible de 85 años se refería a su esposa

Sábado, 4 de octubre 2025, 07:28

No sé si estarán ustedes de acuerdo conmigo en que, por el hecho de estar muerto, o de estar cargado de años, alguien merece un ... respeto especial o la obligación de hablar bien del sujeto. Hay muertos que bien muertos están. Y viejos verdes, groseros, que, por el mero hecho de ser ancianos, ni son venerables, ni merecen un respeto especial.

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Observar el mundo, escuchar sus voces, como decía Julio Cortázar, es uno de los mejores regalos y sonidos que puede proporcionarnos la vida, así que yo me dedico a eso, a prestar atención a cuanto me rodea, tanto cercano como a través de la pantalla. Y sí, me gusta 'First Dates' porque su pluralidad de voces te muestra cómo está el patio (que... telita marinera de cultura y modales), algo que no podemos dejar de tener en cuenta quienes nos dedicamos a la noble tarea de mostrarles a ustedes un fragmentito de universo.

Hace unos días salió un anciano de 85 años y, de haber mantenido la boca cerrada, hubiera producido cierta ternura verlo ilusionado en busca de un nuevo amor. Pero la abrió: «Sí, he estado casado más de sesenta años hasta enviudar hace seis meses». El presentador, conmovido, le hizo referencia a los valores de haber sido un hombre de una sola mujer. Respuesta inmediata: «¡Qué va! Cuando se murió esta (la esposa) llevaba yo tres 'palante'. Y toda la vida, igual». Lo primero que me vino a la boca, veloz como un misil, no fue la palabra mamarracho, porque hay que serlo y mucho―para que con 85 años presumas de mantener tres relaciones paralelas en el sentido que él lo hizo. No. Lo primero que me vino fue el patetismo y la crueldad con la que aquel patán insensible se refería a su esposa: «Esta», ¿cabe mayor despectivo? Una mujer recientemente fallecida y con la que había convivido más de sesenta años. «Pobrecica», pensé. Más de sesenta años soportando a un imbécil al que no le duelen prendas en reconocer que le ha puesto los cuernos de todos los tamaños, formas y colores. Pero no quedó ahí la cosa. Como pareja de cena le pusieron a una señora diez años más joven que él, bajita y pizpireta, que se movía con muchísima más agilidad que él. El comentario que soltó el payo era que él las quería de sesenta años, que esa era muy vieja y muuuy fea para él. Obviamente, a lo largo de la cena, quedó patente lo maleducado que era en el trato que le dispensó a la pobre señora, que no veía el momento de salir por pies.

Y a mí, observar los comportamientos humanos en ese programa (no en cualquier otro) me fascina lo mismo que ver un documental de La 2 sobre rituales de apareamiento de mandriles. Y es fascinante, pues me doy cuenta del abismo que, a veces, existe entre cómo nos percibimos a nosotros mismos, cómo somos en realidad y cómo nos ven los otros. Y resulta curioso comprobar que cuánto más imbecilidad sostienes bajo el forro del pelo, más listo, brillante, interesante o conquistador te percibes. Que sí, que la psicología positiva ('dremiadelamorhermoso', el daño que ha hecho) te insiste cada día en que, por muy gato que seas, cuando te mires al espejo debes ver un león rugiente, valiente, dispuesto a comerse el mundo. Pero es que... si eres un gato, eres un gato. Y más nos valdría aceptarnos como tal, en lugar de pasarnos la vida pretendiendo engañarnos a nosotros mismos, porque no engañamos, durante mucho tiempo a otros, pretendiendo ser águilas reales cuando no pasamos de avichuchos meloneros.

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Y quizá eso sea lo que más nos cueste aceptar, que no somos lo que gritamos o pretendemos, sino... algo que está a mitad de camino entre lo que buenamente hemos sabido hacer con el paso del tiempo y lo que proyectamos hacia los demás. Y, desde luego, que la dignidad no la otorgan ni los años ni las canas, sino la forma en que tratamos a los demás cuando nadie aplaude.

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