Volvamos al instituto para recordar que las personas gramaticales son yo, tú, él/ella, nosotros, vosotros y ellos/ellas y empecemos hablando de ella. Hace poco entró fugazmente en nuestras vidas Sarah Huckabee Sanders, portavoz de Donald Trump. El esperpéntico mandatario había tomado la decisión de separar a padres e hijos inmigrantes y los niños acabaron en jaulas. Las grabaciones sonoras de los niños llamando a sus padres no podían ser escuchadas completas, yo al menos no pude. Siempre parece que Trump no va a poder ser más nocivo, más ridículamente malvado pero lo logra. Se le echó encima parte de su propio partido, las madres republicanas no podían soportar los llantos, los hombres de estado sentían horror ante la imagen de su país en el mundo y los que un día dudaron tuvieron clara que la opción electoral de una persona decente no es ese ser humano en mínimos de humanidad. El caso es que, ante semejante aluvión externo e interno, la portavoz dio una rueda de prensa bajo el acoso de diversos medios. Todo el tiempo parecía que se iba a derrumbar, que la madre iba a aflorar y el llanto demostraría que era humana. No lo hizo. Llevaba una idea que transmitir: la culpa era de los demócratas, que no habían hecho no sé qué difuso trabajo. Era falso, como todo lo que rodea a Trump, pero ella estaba en lo suyo. La culpa era del otro.
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Hemos construido el mundo echando la culpa al otro de lo que estaba mal, aseverando que el veradero mal reside en la tercera persona. Es el otro al que no hablamos, el enemigo que los romanos necesitaban para estar unidos. Entre tú y yo no existe el mal normalmente, solo llegados a extremos tú me dañas, acabas con mi vida o lo hago yo, quizá por lo que tú me hiciste, tal vez por lo que yo no he sido capaz de hacer. La más alta de las terceras personas del singular, Dios, no nos habla desde el Antiguo Testamento, desde entonces lo hacen personajes intermedios por él con una veneración extrema, induciendo al temor, algo consustancial a la idea de otro tal y como hemos construido el mundo. El otro no es necesariamente visible (Dios no lo es) y por lo tanto no lo puedo situar siempre en un punto concreto. Las películas de terror edifican su efecto en el hecho de que él no está en la habitación. La tercera persona se vuelve imprevisible y el temor crece. No es como tú y yo, que estamos aquí. Él es el culpable.
Pasando a la tercera persona del plural llegamos a la masa, que puede representar el mal absoluto. En el paso de «el enemigo» a «los enemigos» hay un océano de temor que hace al otro (tercera persona del plural) un peligro casi mitológico. Los otros constituidos en masa, tal y como lo relató Elías Canetti, llevan el peligro que el otro representa a un estadio muy superior ya que no siempre sus movimientos son racionales, por lo que pueden aplastar lo que se ponga en su camino. La historia del siglo XX es la de la sangre derramada por los otros a los que siempre quisimos decir «vosotros sois los culpables».
La demagogia es tercera persona. Hoy Italia echa la culpa a que cruzan el mar y nosotros lo condenamos. Los periodistas y columnistas se alinean, se identifican según el trato a la tercera persona del plural, de la que abusan. La forma de plantear un esquema demagógico en una columna es recurrir a la tercera persona: existe un estado de opinión general (ellos piensan lo que yo digo) la sociedad se manifiesta en contra (legitimando lo que yo propongo) la gran mayoría está con nosotros (ellos son una extensión de mí). Dicen «ellos son los culpables».
La honestidad es decir «tú eres el culpable», sin máscara, sin demagogia. Para llegar a eso debiéramos hablar más en primera persona cuando publicamos, no escondernos en la difusa tercera del plural ni escudarnos en la perversa tercera del singular, a la que acusamos directamente de lo que no somos capaces o de lo que nos ocurre. Mientras un malvado casi de cómic como Matteo Salvini (él) reciba las críticas no tendremos (nosotros) que hacer un verdadero análisis de nuestros sentimientos, digamos raciales, de forma descarnadamente honesta, sin excusas, sin culpables interpuestos, sin el otro. Entonces no diremos «existe en la sociedad una opinión general de que nosotros no fuimos».
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La tercera persona es el escudo de quien no quiere dar la cara pero sí participar en un combate, en el de la opinión aparentando una objetividad tan falsa como taimada. La objetividad no existe pero si existiese no sería deseable. Seamos parciales sin máscara, es lo honesto, usemos la primera persona del singular y administremos la del plural, el «nosotros pensamos» porque puede acabar siendo igual de peligroso que la tercera del plural ya que son los antagonistas. Nosotros y ellos, la historia del mundo. No, reconozcamos que no somos objetivos, que no somos los dueños del «nosotros» ni hacemos por conocer el «ellos». Entonces, y solo entonces, podremos decir: «Yo no soy el culpable». O sí, quien sabe.
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