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La hora extra del toque de queda en Cartagena
Disciplinados. A las nueve y media de la noche la gente inicia su repliegue. Los bares se vacían a las diez y las calles, poco después. Incluso caen las urgencias en el Rosell
En Cartagena, al inicio de la semana, el toque de queda empieza voluntariamente a las diez, una hora antes de lo que legalmente establecen el BOE y el BORM. Quizás porque es cuando los comercios más rezagados ya han echado la persiana y los bares, con escasa cliente en su interior, empiezan a recoger las terrazas. Con ese panorama, para qué retrasar la vuelta a casa, deben pensar los ciudadanos. «A las nueve y media, la gente empieza a desfilar. Desde las diez estamos sin nadie. Como puede imaginar, estamos muy contentos», dice con ironía Loli Roca en la puerta de su bar, El Candil, de la Alameda de San Antón, que hace un buen rato que apagó la plancha con la que calienta sus populares montaditos.
La estampa en tan céntrica avenida de Cartagena es desoladora al acabar el lunes. A las diez y media, bares y cafeterías ya tienen recogidas sus terrazas. Dentro, barren y friegan esperando un día mejor. En la calle apenas hay tráfico. Los coches del turno de noche de la Policía Local se cruzan con taxis y los últimos autobuses urbanos del día, que van sin pasajeros camino de sus cocheras. Isa Pérez tira de músculo para bajar la persiana de la tienda LSD (Lugar Sin Descanso) 24 Horas de la esquina de Alfonso X. «La gente está muy descolocada», dice la dependienta. Ella no ve lógico que dentro de las restricciones entren también este tipo de negocios, que proporcionan tentempié a quienes trabajan de noche. Su comercio es punto de parada habitual de patrullas policiales y de ambulancias del 061. También de los barrenderos y de algunos calaveras que, en la puerta, piden monedas para sus vicios. Con cierto malestar, por las consecuencias laborales que el toque de queda puede ocasionarle a ella y a sus cuatro compañeros, Isa reflexiona: «Y todo esto es para que la gente no salga de botelleo. ¡El que quiera hacerlo lo hará ahora a las siete de la tarde!», dice mientras echa, también con dificultad, el cerrojo.
No han dado aún las once de la noche, hora del inicio del toque de queda, y las calles de Cartagena parecen un cementerio. Un vecino apura un cigarrillo mientras da al perro el último paseo del día cerca de la Avenida Reina Victoria. Dos chicas con atuendo deportivo van de regreso a casa no sin antes entretenerse en un escaparate cercano.
«Nos cierran para que no haya botelleos. Pues ahora los harán a las siete de la tarde», opina la empleada de una tienda 24 horas
«Somos obedientes»
Faltan aún cinco horas para las cuatro de la madrugada y en la calle del Carmen solo se ve a José Manuel Avilés bajar y subir de su pequeño camión descubierto del servicio de limpieza. «La sensación es impactante. Esto no tiene nada que ver con la vida normal», dice el joven empleado de Lhicarsa. Él se encarga habitualmente de recoger el cartón de los comercios. Con frecuencia, durante la noche, tiene que hacer dos pasadas porque hay negocios que no sacan sus residuos reciclables hasta la medianoche. Ahora la situación es distinta: «Está todo fuera ya. Y, además, llevo el camión bastante menos cargado de lo habitual. Hay menos cartón», advierte como evidencia de que la actividad comercial también se resiente.
En estas primeras horas del segundo periodo en estado de alarma Avilés recupera sensaciones ya casi olvidadas del anterior. «Mi conclusión es que somos obedientes. Nos dicen que a las once de la noche tenemos que estar recogidos y a las once, todos en casa. Anoche estuve en otra ruta y tampoco había nadie por la calle», explica el trabajador de Lhicarsa, que se sube al camión para continuar su ruta y, amable, se despide deseando suerte.
Los currantes son los únicos autorizados a transitar de madrugada si pueden justificarlo. Los empleados de los últimos bares en cerrar van de vuelta poco antes de la medianoche. Es habitual que después del cierre al público repongan cámaras y dejen los establecimientos al pelo para los desayunos. En la Plaza de España, Francisco José Gomila espera en su taxi a que aparezca uno de esos hosteleros, cliente habitual, para llevarlo a casa después del trabajo. «A nosotros nos han fastidiado. Hemos perdido a los abuelos por la mañana: gente mayor que ya no conduce y que coge taxis para ir al consultorio o hacer sus gestiones, que ya son todas por internet. Y ahora hemos perdido los fines de semana. La gente no va a salir con estas restricciones», lamenta.
En la segunda noche de movimientos restringidos, la ciudad está vacía. Ni siquiera hay rastro de pedigüeños y 'sintecho'
El conductor explica que son los jóvenes los que últimamente dan oxígeno al sector. Chavales responsables, dice, que prefieren regresar a casa en taxi antes que coger el coche después de cenar y tomar un par de copas los días de diversión. «Pero tal y como está la cosa mucho me temo que vamos a tener cero clientes. El trabajo diurno está superflojo; el nocturno, directamente perdido».
Urgencias casi vacías
La noche avanza y la calle sigue solitaria. Curiosamente, también han desaparecido pedigüeños y personas sin hogar de los sitios habituales. El vacío se ahonda en los más de dos minutos que transcurren sin que un coche atraviese el cruce del Paseo de Alfonso XIII y la calle Capitanes Ripoll. Inaudito. De día ese es uno de los lugares que más circulación de vehículos concentra en el casco urbano. Pero ni siquiera la cercanía del Rosell rompe la tranquilidad. El aparcamiento del hospital también está en calma y la ambulancia del 061 lleva un buen rato aparcada en su base. Una empleada del servicio de Urgencias confirma evidencias de que el toque de queda también afecta a la presión asistencial. «Cualquier otra noche, a estas horas, habría aquí quince personas. Ahora tenemos tres», explica dirigiendo su mirada hacia la desnuda sala de espera. Los guardias de seguridad aprovechan la presencia de periodistas en la puerta del hospital para romper su aburrimiento. «Aquí no se puede entrar con cámaras», advierte, hosco, uno de ellos al fotógrafo, por si se le ocurre desenfundar el equipo. La noche anterior también fue tranquila. Los cartageneros ya saben que en caso de urgencia vital, mejor dirigirse al Santa Lucía.
Frente al hospital, los bloques de pisos son un panal de luces prendidas. En cambio, la vida en la calle es casi inexistente. De nuevo un coche de la Policía Local, esta vez camuflado, pasa a todo trapo en dirección a la Plaza de España con su lanzadestellos azules en marcha. Acude a asistir a una víctima de violencia de género. Llama la atención que mientras dura la ronda nocturna de LA VERDAD no se ve ni un solo zeta de la Policía Nacional. Más tarde, los 'locales' aclararán que sus compañeros están cortos de efectivos en la calle porque casi todos los servicios se los come la vigilancia de inmigrantes en Escombreras.
Los agentes municipales, con el subinspector Hilario al frente, llevan el peso de la seguridad en la ciudad entre las diez de la noche y las seis de la mañana. En todo el turno no pararán ni un minuto de atender avisos y de patrullar. Los únicos respiros, un par de controles estáticos montados para comprobar que quienes se desplazan motorizados tienen coartada. En el establecido en el Paseo casi todos los interceptados son militares sin salvoconducto que vuelven del cuartel. «¿Es usted infante de marina?», pregunta el agente Cayuela al cuarto o quinto de ellos, tras revisar su documentación. «Afirmativo», contesta el conductor sin inmutarse. «Puede usted continuar», le dice el policía, sin más preguntas; tiene mili suficiente para intuir que esa noche ha habido 'baile' hasta muy tarde en alguna unidad de élite de La Algameca. En media hora, ni una sola multa.
Los agentes suman otra noche extraña a su historial de servicios. Los hosteleros también. «Y así llevamos desde marzo. Entonces pensamos que íbamos a tener solo un mes malo. Esto se prolonga. Y vemos que, cuando todo esto pase, nada volverá a ser lo mismo», vaticina Loli Roca en la puerta de su bar de la Alameda.
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