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Donada en el año 2019 a Fundación Mediterráneo.A partir del hallazgo en Toledo de esta maleta personal, se abre una nueva ventana sobre la figura personal y literaria de Azorín, una valija donada a la Fundación Mediterráneo en 2019 y que contenía más de 2.000 registros documentales y objetos #del escritor. Nacho García / AGM
Exposición en el Museo Ramón Gaya de Murcia

La maleta de Azorín

Vidas que se cruzan, que se separan, herencias que se bifurcan como los caminos, el amor de alguien que conocía el valor de aquellas reliquias, fotos familiares, mas cartas, algunos manuscritos durmiendo un sueño prolongado de años, como el sepulcro de piedra de una vieja iglesia gótica...

Andrés Trapiello

Escritor y editor

Lunes, 26 de febrero 2024, 07:18

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La maleta es en sí un asunto de lo más azoriniano. En tiempos de Azorín la gente viajaba con maletas pequeñitas, azorinianas. Las maletas de los pobres eran de tabla o de cartón; las de los ricos, de cuero e incluso, en los más fantasiosos, de piel de cocodrilo. Había también, claro, baúles. El gran baúl tenía un nombre bonito: baúl mundo, el de los cosmopolitas y gentes de la farándula obligada a viajar por todos los continentes.

En el Rastro aparecen maletas y baúles cada semana. Aún recuerdo uno de esos baúles mundo. Había pertenecido a un alemán culto. Era el baúl más grande que haya visto jamás y todo lo que venía dentro de él parecía haber llegado, intacto, desde 1920. La tapa, al abrirse, hacía de librería, con dos o tres hileras de libros, y de licorera, con dos o tres botellas y media docena de copas. Aquello estaba muy bien pensado y armado con un sistema de varillas que evitaban que al cerrarse el baúl y al abrirlo los libros y las botellas y copas se cayesen, tal y como llevan los barcos. Entre los libros había algunas primeras ediciones de Rilke, de Stephen George, de Hofmannsthal en bellísimas encuadernaciones de estilo «secesión», muchas cartas dirigidas al propietario y escritas en dos o tres idiomas... Las botellas estaban vacías y habían dejado en las paredes de cristal un velo opalino. Me pareció que el dueño del baúl había sido un hombre refinado, aquella mezcla de literatura y alcohol me hizo sonreír. El resto del baúl lo componían ropas finas, elegantes, camisas de hilo y cuellos y puños almidonados, una sombrerera con su sombrero de copa, botines, polainas... Se habría dicho que aquel baúl había permanecido en una buhardilla madrileña desde hacía un siglo, tal y como reposan los sarcófagos de los faraones durante milenios en lo hondo de su pirámide, hasta su descubrimiento.

Las maletas que llegan también al Rastro con sus contenidos suelen ser, por lo general, modestas: fotos, programas de teatro, prospectos de viajes que se realizaron medio siglo antes, algún pañuelo bordado, peinetas de carey... Y siempre postales y cartas manuscritas. La gente se resiste a romper las postales porque son siempre portadoras de momentos felices escritos sobre hermosas vistas de una ciudad o de un museo. Y si la gente no rompe las cartas es porque piensa que tendrá tiempo para hacerlo, pero la muerte se les adelanta, y quedan sin romper.

Así como espera uno que 'Las semanas del jardín', el libro perdido de Cervantes, acabe en el Rastro, algún día aparecerá en alguna buhardilla de una pensión de Portbou la más famosa maleta del siglo XX, la que llevaba consigo el filósofo Walter Benjamin con todos sus manuscritos

Así como espera uno que 'Las semanas del jardín', el libro perdido de Cervantes, acabe apareciendo un día en el Rastro, algún día aparecerá en alguna buhardilla de una pensión de Portbou la más famosa maleta del siglo XX, la que llevaba consigo el filósofo Walter Benjamin con todos sus manuscritos. Tras su suicidio en esa pensión, esperando pasar la frontera y escapar de la Gestapo, nadie volvió a ver esa maleta. Cuántas cosas han aparecido en maletas, pequeños tesoros a la medida de una vida: la maletita con los negativos del fotógrafo Robert Capa con instantáneas inéditas de la guerra civil española, la de de su amigo Walter Reuter, con el trabajo de muchos años, cuatro mil fotografías...

Las circunstancias en las que ha aparecido la que ya se conoce como «la maleta de Azorín» son de lo más azorinianas. Todo en ellas parece regido por un azar a la medida de las pequeñas historias que le gustaban al escritor. Vidas que se cruzan, que se separan, herencias que se bifurcan como los caminos, el amor de alguien que conocía el valor de aquellas reliquias, fotos familiares, mas cartas, algunos manuscritos durmiendo un sueño prolongado de años, como el sepulcro de piedra de una vieja iglesia gótica...

Hay en ella cien vestigios para que un nuevo Azorín urda otros cien relatos. Con su magia, con su misterio: «Aldea del Obispo es un pueblecito manchego. Su plaza mayor es pequeña, descuadrada, con soportales en dos de sus lados. Frente a la iglesia, de porte decaído, se ve una casona vieja. Esta casona tiene sobre el portal dos escudos de piedra, uno muy grande, otro pequeño. En el grande, dos cuarteles, en uno rampa un lobo, y el otro lo cruza de lado a lado una palma. En el blasón pequeño hay solo tres estrellas, dispuestas en fila. En el pueblo le dicen a ese viejo caserón, palacio. Viven en él dos hermanas octogenarias, solteras. Hace muchos años que nadie entra en esa casa y las más de sus cuarenta habitaciones llevan cerradas medio siglo.

En la parte superior: 'El Azorín de Zuloaga', obra de Ramón Gaya sobre papel. Foto: Museo Ramón Gaya de Murcia. A la izquierda y derecha: más de 2.000 registros documentales y objetos del escritor. Foto: Nacho garcía
Imagen principal - En la parte superior: 'El Azorín de Zuloaga', obra de Ramón Gaya sobre papel. Foto: Museo Ramón Gaya de Murcia. A la izquierda y derecha: más de 2.000 registros documentales y objetos del escritor. Foto: Nacho garcía
Imagen secundaria 1 - En la parte superior: 'El Azorín de Zuloaga', obra de Ramón Gaya sobre papel. Foto: Museo Ramón Gaya de Murcia. A la izquierda y derecha: más de 2.000 registros documentales y objetos del escritor. Foto: Nacho garcía
Imagen secundaria 2 - En la parte superior: 'El Azorín de Zuloaga', obra de Ramón Gaya sobre papel. Foto: Museo Ramón Gaya de Murcia. A la izquierda y derecha: más de 2.000 registros documentales y objetos del escritor. Foto: Nacho garcía

Leonor, la pequeña de las hermanas, ha entrado en una de esas habitaciones. Va buscando un vestido que la moda descatalogó hace años. Cree Leonor, contra la opinión de Beatriz, su hermana mayor, que la moda ha favorecido esa gala antigua. Caprichos de la vejez. Han discutido. Buscando en uno de los baúles, ha tropezado con una maletita. Lo primero que ha pensado es: «Mamá lo guardaba todo». No ha encontrado el vestido que iba buscando, pero vuelve de su excursión casera con esa maletita. No se ha atrevido a abrirla. Leonor es una mujer medrosa, y llama a su hermana Beatriz. Las dos permanecen un rato frente la maletita, que han puesto encima de una mesa camilla. El cierre se ha oxidado. Cuando al fin logran abrirla, se encuentran dentro muchas cosas, todas dispuestas y encajadas con gran orden, mazos de cartas con sus balduques de seda verde, amarilla, roja, uno de ellos con los dos colores, rojo y amarillo, como la bandera española, cartones fotográficos con sus imágenes sepias, dos rizos de pelo rubio, atados con un cordón azul. Beatriz repite, sin saberlo, lo que ha dicho hace un minuto su hermana: «Mamá lo guardaba todo». Beatriz ha soltado el lazo del primer balduque. Lee en voz alta el remite de esa carta: «José Martínez Ruiz... ¿Tú lo conoces?». «Sería un pretendiente de la tía Ignacia. Y ya ves, la pobre se quedó soltera». Lo ha dicho Beatriz sin pensar que también las dos, Leonor y Beatriz, se han quedado solteras como la tía Ignacia.

De momento han dejado ese sobre con los otros, y han cerrado la maletita. Quizás otro día lean la carta. O no. A los ochenta años Leonor y Beatriz dicen no saber en qué se les va el tiempo. «Los días se van volando», dicen una y otra, en lo que están de acuerdo.

Y la maletita está una semana dando vueltas por la sala, hasta que Beatriz vuelve a llevarla donde la encontró su hermana Leonor, en esa habitación del piso de arriba de la casona, adonde van muy de ciento en viento.

Hasta que un día alguien, un nuevo Azorín, vuelva a encontrar la maletita, la abra y desentrañe todos los misterios que vienen con ella.

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