Los bronces de Riace, 24 siglos de historia
Insignes luchadores con milenario orgullo, hoy se encuentran en el Museo Nacional de la Magna Grecia de Reggio Calabria
En aquel puente de la Asunción de la Virgen, agosto de 1972, ferragosto, donde cierra todo lo imaginable en Italia, comenzaron a extenderse rumores que provenían de un pequeño pueblo playero de Reggio Calabria, Riace, al sur de la península. Decían que habían encontrado estatuas de soldados griegos con sus escudos y armas. Parecía una de esas «serpientes de verano», noticias agrandadas para llenar periódicos en días carentes de ellas.
Un submarinista romano afirmaba haber visto un grupo con lanza y escudo a unos trescientos metros de la costa y a unos siete u ocho metros de profundidad. Según otra versión, las encontraron unos muchachos. Hubo quien pensó en exageraciones, quizá un brazo convertido, por la exacerbada imaginación estival, en grupo guerrero.
Tras la llegada del Núcleo de los Carabineros de Mesina, con la supervisión de la Sobreintendencia de Bienes Culturales, el lunes y martes siguientes los hombres rana se sumergieron y ataron con cuerdas las esculturas a un globo que inflaron dentro del agua, sacando a la superficie las dos que se encontraron, una cada día.
Frente a los medios actuales usados por los especialistas, con guantes y material de protección, las esculturas se apoyaron en un colchón que alguien llevó a la playa. Voluntarios del pueblo con sus manos desnudas ayudaban. La gente se lanzó a la orilla, incluso con zapatos. Incrustaciones marinas las cubrían parcialmente tras muchísimos siglos depositadas en el fondo del mar, aún así, se percibían las hermosas líneas de dos cuerpos esbeltos y gigantes.
Para muchos, quedó fijo el recuerdo de los ojos, los dientes, los rizos y la barba. Labios de plata, ojos blancos aparentemente de marfil, que después se demostrarían de piedra caliza.
Majestuosidad
La majestuosidad de ambas esculturas, con veinticuatro siglos de historia, impresiona. Hoy se encuentran en el Museo Nacional de la Magna Grecia de Reggio Calabria. Insignes luchadores, están allí con milenario orgullo. Uno, con la amargura y la sabiduría ostensiblemente evidentes, el otro, con su juventud tersa y hermosa, escandalosamente imperecedera. Su belleza te lleva a viajar al mitológico lugar olvidado en el fondo del tiempo, al fin y al cabo estamos en las aguas narradas por Homero.
Envueltas en la arena del fondo marino, el agua salada penetró en su interior, macerando la tierra que las rellenaba, y los animales se fueron incrustando en la piel metalizada. En las últimas décadas, han sido cuidadas con mimo y atenta limpieza: Florencia puso en evidencia su recuperado y deslumbrante esplendor.
Envueltos en la arena del fondo marino, el agua salada penetró en su interior, macerando la tierra que las rellenaba, y los animales se fueron incrustando en la piel metalizada. En las últimas décadas, han sido cuidados con atenta limpieza
Entrar en el Museo es para mí un peregrinaje, un reencuentro con dos guardianes de la clasicidad, como me gusta denominarla italianizándola. Belleza mostrada en su vertiente metálica y tangible. Mundo antiguo y perenne, excelencia en la línea de sus siluetas, armonía de su estética. Se les ha colocado sobre una base de mármol blanca asentada en unas bolas para que, en caso de terremoto, se muevan y las vibraciones no afecten a las esculturas.
No hay nadie más. Miro los guerreros que fueron, erguidos en su esbeltez, majestuosos con sus dos metros de altura. Aunque uno de ellos es dos centímetros más pequeño. No llevan ni escudo ni lanza, pero no les hace falta. En la mirada del joven soldado veo la fe en sí mismo, en la fuerza de sus músculos y su destreza e inteligencia. En el más anciano, ateniense, observo la melancolía, la sabiduría y la nostalgia de quien ha dejado atrás, en el campo de batalla, a tantos amigos. Me identifico con su mirada hoy tuerta, dolida. Ellos permanecen en silencio, se esconden en su interior y dejan que grietas profundas vayan expandiéndose a lo largo de sus cuerpos.
Se apoyan ambos sobre la pierna derecha que mantienen recta, mientras la izquierda parece algo inclinada hacia delante y el abdomen flexionado, lo que les da vida.
Pueden ser vistas desde cualquier ángulo. Nada hay en ellas que sea de inferior calidad. No debieron ser fundidas para colocarlas junto a una pared que obligase a una visión frontal, sino para presidir el centro de un espacio que atraiga las miradas desde los cuatro puntos cardinales.
El joven lleva sobre su pelo rizado una cinta que le debía proteger del roce del casco hoy inexistente. O quizá mostrase su rango regio. Su barba es un laberinto de rizos cuidadosamente trabajados con la exquisitez y paciencia de un orfebre. Sus labios en cobre quieren mostrar la carnalidad rosácea de un ser vivo que se resiste a morir y dejan entrever el brillo de unos dientes argénteos.
¡Oh tuerto guerrero! Viejo combatiente relegado a ser llamado B, en contraposición a tu compañero A, clasificación artificiosa de estos tiempos. Para mí, sois siempre el joven y el viejo, sin yelmo o con él. Le miro con calma. Muestra los brazos restaurados ya en tiempo del Imperio. Le faltan los dientes, pero me doy cuenta de que conserva las pestañas, aunque parte de su mirada se ha extraviado por el hueco del ojo ausente. La barba es más lisa, como si ya no necesitara la coquetería de unos rizos ensortijados, y mira con su único iris rosáceo que bordea la pupila negra. La boca oscura, como el ojo que le falta, por la ausencia de unos dientes que el tiempo extravió, pero donde resaltan los labios de cobre que el agua salada besaba.
En el brazo izquierdo, el anclaje que sujetaba el escudo, y con la mano el puño semicerrado, como si ambos guerreros tuvieran embrazando el arma defensiva y sus dedos agarraran todavía las correas.
¡Oh viejo amigo! Estoy seguro de que no fuiste simple soldado, pieza de ajedrez trajinada por incompetentes oficiales, sino guerrero libre, dueño de tu espada y de tu lanza, señor de la vida de tus oponentes. Esperanza en la victoria, enemigo del trapicheo y la mediocridad. Te mostraste desnudo para enseñar que la belleza de la democracia griega tenía verdaderos hombres dispuestos a morir frente a la ignominia y la ambición.
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