Antonio Machado, ligero de equipaje
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El gran Serrat nos hizo un regalo: recogió en un ramillete algunos de los poemas más grandiosos de Antonio Machado y los convirtió en canciones ... pegadizas que todavía tarareamos. Un poco de justicia poética para variar, aunque llegase muy tarde. Esta semana se cumplen 84 años de la muerte de Machado. Falleció apenas cruzó el exilio, tras penosas fatigas. A la tristeza de abandonar el país que amaba se unió aquella noche aciaga, la lluvia, el embotellamiento humano -cientos de miles de personas huyendo con terror- y el frío. Como todo el mundo sabe, Machado está enterrado en Collioure, junto con su madre, que no soportó la pena de saber fallecido a su hijo. No pudieron engañar a doña Ana.
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Como casi todo el mundo también sabe, los últimos versos del universal poeta aparecieron en un papelito, hallado en la chaqueta abandonada de su osamenta: «Estos días azules, este sol de la infancia». Machado fue feliz en el Palacio de Dueñas, se supo en el paraíso y nunca pudo olvidarlo. Su padre, el incansable investigador del folclore, Demófilo, llevó a sus hijos a Huelva para que conocieran «las estelas en la mar».
Después marcharon a Madrid. Al abuelo Antonio le habían dado una cátedra de Zoografía a sus 68 años, tras ser rector de la Universidad de Sevilla. Machado conoció allí a sus maestros de la Institución Libre de Enseñanza, a los cuales siempre quiso y admiró: Cossío, Joaquín Costa, Giner de los Ríos. Al joven poeta le costó sacar su reválida. Por increíble que parezca, suspendió Latín y Lengua Castellana.
En la casa de los Machado no faltaba un buen libro. Dinero no había tanto. Demófilo ganaba lo justo. El folclore le daba más satisfacciones que hogazas de pan y finalmente aceptó un trabajo de abogado nada menos que en Puerto Rico. En mala hora. En menos de un año fallece, fruto de una tuberculosis fulminante.
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Antonio Machado y Manuel ahogan las penas en noches de la bohemia madrileña, en tablaos y tertulias, con los grandes literatos de la época. En 1903 se publica 'Soledades', su primer poemario, donde encontramos ecos de sus estancias en París. Casi al mismo tiempo consigue su plaza de profesor. Marcha a Soria. Allí conoció a la niña Leonor. Cuando se casan él tenía 34 años, ella 15. Contra todo pronóstico se amaron y se entendieron hasta que la tuberculosis vuelve a hacer acto de presencia en la vida de Antonio. Y se lleva a su amor.
Huye Antonio de Soria. Odia Baeza «poblada de mendigos y señoritos arruinados en la ruleta». En Segovia comenzará a resucitar y llega a tiempo de fundar la Universidad Popular Segoviana. Allí conoció a la famosa Guiomar y tuvo el honor de izar la bandera tricolor de la II República Española «tejida con el más puro lino de la esperanza».
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En 1927 le nombran miembro de la RAE. Un sillón que nunca ocupará. Con la dictadura fue sometido a la terrible depuración y declarado 'indeseable' por algunos de sus compañeros de aulas. No fue restituido en su cargo hasta el año 1981. Otra gloria póstuma.
Profundamente tradicional
Machado es único. No cabe en 700 palabras. Su poesía es zen, es universal. Es popular, profunda y exquisita. Amaba con fervor a España. Era profundamente tradicional. Esa España de la que se enamoró García Lorca. Su ahínco en difundir la cultura a través de las Misiones Pedagógicas era genuino; su compromiso, inquebrantable.
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Apostaba con valor y esfuerzo por ese infalible mañana, la España de la rabia y de la idea. «Tengo un gran amor a España y una idea de España completamente negativa. Todo lo español me encanta y me indigna al mismo tiempo», decía.
Pero sin duda, la grandiosidad de Machado es que nos toca y conmueve el corazón. Cada cual conoce un Machado distinto. Cada cual tenemos nuestra frase machadiana grabada a fuego. El auténtico 'best seller' de la poesía es ese, que nos arañe de un modo intransferible, como el quejío de los flamencos. Así pasen los siglos. El hombre que era, en el buen sentido de la palabra, bueno, que andaba ligero de equipaje, se murió de tristeza porque lo arrancaron de cuajo de la tierra que era su vida entera.
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